El caso del BRAZO y el TIBURÓN

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    El caso del BRAZO y el TIBURÓN

    La víctima fue el tiburón
    El caso del brazo y el tiburón. El Día Anzac (IONT) australiano es realmente curioso. Celebra uno de los baños de sangre más humillantes de la historia militar moderna y, como consecuencia, la llegada de la festividad anual del Día Anzac hace que las calles de Sidney cobren una atmósfera un tanto ambigua.

    Hoy en día, cuando los veteranos de las dos guerras mundiales escasean cada vez más, el desfile de los maltrechos supervivientes que en tiempos fueron los héroes bronceados por el sol y tocados con el sombrero de ala blanda de la Gran Tierra Marrón es un espectáculo cuya capacidad de conmover resulta casi increíble. Todo un batallón de hombres está representado por un septuagenario con la piel de textura parecida al cuero, que avanza bandera en mano con sus medallas tintineando al compás con que se mueve su silla de ruedas, quizá empujada por un bisnieto que lleva uniforme de explorador o cadete.

    Los habitantes de Sidney parecen reaccionar con una mezcla de patriotismo y vergüenza. Sienten orgullo por poseer una tradición que recordar, se muestran algo despectivos y, además, se dejan llevar por el más fiable de todos los reflejos australianos, que consiste en no desaprovechar ninguna buena excusa que les permita engullir inmensas cantidades de alegría alcohólica. Pero, aun así, una extraña inquietud flota en el ambiente.

    El Día Anzac celebrado el 25 de abril de 1931 encontró a una generación distinta de australianos. El país se hallaba sumido en una fuerte depresión económica, y un día sin trabajar -si eras lo bastante afortunado para gozar de un empleo-, era motivo suficiente de fiesta, por lo que la gente acudía en tropel a cualquier entretenimiento barato que se le ofreciera.

    La atracción de Coogee fue una de las que tuvo más éxito. Por una módica suma se podía disfrutar con el espectáculo de un tiburón tigre de cuatro metros y medio de longitud capturado recientemente por unos pescadores de la localidad. Y si los amantes de las sensaciones fuertes de Sidney hubieran tenido alguna idea del «espectáculo extra» que tendría lugar aquella cálida tarde en Coogee, ninguno habría faltado a la cita.

    Hasta esa tarde el tiburón tigre había resultado más bien decepcionante. Su captura le había sumido en una mezcla de irritación y aturdimiento, y el animal se había negado a comer, enseñar los dientes e incluso a moverse más de lo estrictamente necesario.

    De hecho, los espectadores habían contemplado sus siniestras dimensiones con el poco respeto que se puede esperar de personas que comparten sus playas con semejantes asesinos. La emoción que experimentaban tenía mucho más de aburrimiento que de horror.

    Y de repente, a las cinco de esa tarde, el tiburón enloqueció ante la soñolienta multitud del Día Anzac: empezó a mover la cola de un lado para otro abriendo y cerrando sus enormes mandíbulas mientras trazaba veloces círculos dentro de su tanque. Una masa oscura surgió de las fauces espumeantes y oscureció los contornos de la criatura mientras el público lanzaba un jadeo colectivo de horror y repugnancia.

    La sustancia se fue disipando en el tanque y la multitud contuvo el aliento, incapaz de creer en lo que veían sus ojos. Entre la masa viscosa recién expulsada por el vientre del tiburón había algo, un truco de ilusionista o un objeto tan macabro que su presencia allí resultaba increíble: los dedos extendidos de una mano humana unidos a un corpulento brazo humano cubierto de tatuajes que fue emergiendo lentamente a la superficie con un trozo de cuerda alrededor de la muñeca.

    La multitud acabó dispersándose y el asunto pasó a ser responsabilidad de la policía. El Día Anzac de 1935 tardaría mucho en ser olvidado.

    El tiburón y su estallido planteaban un enigma a las autoridades. Había sido capturado ocho días antes. ¿Cómo podía haber conservado un resto humano en perfecto estado dentro de su estómago durante tanto tiempo?

    El hombre y los peces asesinos siguen manteniendo una tregua inestable en su mutuo disfrute de las cálidas aguas costeras de la zona, por lo que Sidney poseía -y sigue poseyendo- una gran cantidad de expertos en «tiburonología».

    El doctor Coppleson, uno de los expertos locales, afirmó que el brazo se había conservado tan bien porque el tiburón había estado conmocionado desde su captura y no había comido nada desde entonces. También añadió que, a juzgar por sus muchos años de experiencia viendo víctimas de tiburones, la policía no debía dar por supuesto que el brazo había sido amputado por la criatura en cuestión. El estado del brazo no encajaba con lo que podía esperarse de los dientes de un tiburón: el miembro había sido cortado con un cuchillo muy afilado, y el tiburón se había limitado a aprovechar el apetitoso bocado que encontró flotando en las aguas.

    La policía local no tardó en comprender que tenía entre manos un caso de lo más notable. Había dos aspectos que se salían de lo común: uno era que de entre los miles de tiburones que patrullaban las costas de Australia se hubiera capturado precisamente a ése; y el otro, que en vez de digerir su horrible banquete en las treinta y seis horas acostumbradas, el tiburón hubiera conservado la evidencia durante más de ocho días.

    Pero el enigma estaba allí. ¿Qué podían hacer con él?

    Estaba claro que el brazo planteaba una pregunta: ¿qué había sido del resto del cuerpo? Los intentos de encontrarlo implicaron a patrullas de guardacostas, buceadores y unidades de la fuerza aérea, ninguna de las cuales logró nada. La disección del tiburón tampoco logró revelar más porciones de la infortunada víctima.

    Las frágiles escamas de piel de las yemas de los dedos fueron extirpadas y estabilizadas lo suficiente para que se pudieran tomar huellas dactilares de ellas. El proceso requirió varias semanas y desde entonces ha sido usado en muchas ocasiones para identificar cadáveres en avanzado estado de putrefacción.

    El examen de los archivos policiales demostró que las huellas dactilares pertenecían a James Smith, descrito como «obrero de la construcción, jugador de billar, ingeniero, peón caminero y boxeador; edad 40 años», conocido por la policía como falsificador y ladrón de poca monta.

    Además la esposa de Smith había denunciado su desaparición y afirmaba no haberle visto desde que partió en una excursión de pesca el día 8 de abril. Posteriormente la señora Smith identificó el brazo de su esposo gracias al tatuaje que representaba a dos boxeadores enfrentándose.

    La nueva pregunta ya no era quién había muerto, sino cómo, cuándo y en qué circunstancias.

    Ya fuera por miedo a algún tipo de consecuencias desagradables, o por auténtica ignorancia, la señora Smith no podía proporcionar ninguna pista sobre la identidad del compañero de viaje de su esposo en aquella última y fatal excursión de pesca. Aun así, los investigadores de la policía acabaron encontrando la casita junto al mar en la que se habían alojado los pescadores: estaba abandonada.

    El interrogatorio del propietario reveló que faltaban un colchón y un baúl de estaño. Si Smith había sido asesinado en la casita, un baúl de estaño podía haber sido un receptáculo singularmente útil. Además, en el bote del propietario de la casita faltaban tres esterillas y un rollo de cuerda que encajaba con la descripción de la que rodeaba la muñeca del brazo amputado.

    Una reconstrucción posible era que el asesino había intentado meter el cuerpo en el baúl de estaño, y al descubrir que no cabía lo cortó y lo ató al baúl con la cuerda que encontró en el bote; después el baúl fue arrojado al mar y el brazo sirvió de desayuno al tiburón.

    La hipótesis podía parecer improbable, pero no cabe duda de que encajaba con los hechos conocidos. También era la teoría por la que se inclinaba el famoso patólogo forense inglés Sir Sydney Smith quien, por una afortunada coincidencia, se hallaba en Sydney de camino a una reunión de la Asociación Médica Británica que iba a celebrarse en Melboume.

    Smith tuvo que enfrentarse al desafío de determinar si el brazo de James Smith había sido cortado después de la muerte, tal y como sospechaba ahora la policía, o si, tal y como sugerían otras teorías, había sido arrancado del cuerpo por el tiburón mientras Smith seguía con vida, cosa que habría apoyado las hipótesis del accidente o el suicidio.

    Sir Sydney describe los resultados del examen en su autobiografía Mostly Murder (Harrap, 1959): «Descubrí que el miembro había sido cercenado a la altura del hombro mediante una incisión limpia, y el resto de los tejidos habían sido cortados después de que el extremo del hueso se hubiese desprendido de la articulación. En mi opinión se podía estar seguro de que había sido cortado, no arrancado por las mandíbulas de un tiburón. Además, el estado de la sangre y los tejidos sugerían que la amputación había tenido lugar algunas horas después de la muerte.»

    Las investigaciones sobre las actividades recientes de James Smith le identificaron como el «encargado» de «The Patfhinder», una pequeña y rápida motora cuya elegante apariencia servía para ocultar el hecho de que estaba involucrada en asuntos muy sucios. Este descubrimiento dejaba pocas dudas de que Smith se había visto envuelto en las malignas maquinaciones de una floreciente red clandestina de tráfico de drogas.

    En el momento del «asesinato» Sidney era el centro mundial del contrabando de opio y heroína; los beneficios estaban disminuyendo, el número de competidores había aumentado hasta resultar un tanto incómodo y los jefes de las distintas bandas se estaban volviendo cada vez más codiciosos. El resultado fue una salvaje guerra de secuestros, hundimiento de embarcaciones, torturas y asesinatos que acabó abarcando a la mitad del submundo de la delincuencia de Sidney.

    La policía descubrió que «The Pathfinder» había tenido un encuentro muy desagradable cuando se dedicaba a sus negocios ilegales. James Smith logró escapar con vida, pero se quedó sin trabajo, y dejar que un hombre con tantos conocimientos como él vagara de un lado para otro sin empleo resultaba muy peligroso.

    La policía necesitaba encontrar al propietario de «The Pathfinder», y el hombre acabó siendo localizado pese al pacto de silencio impuesto por el «código» de los gángsters: se llamaba Reginald Holmes, vivía en McMahon’s Point y decía ser constructor de barcos.

    Reg Holmes se mostró inesperadamente dispuesto a cooperar. Sí, había contratado a James Smith para que cuidara de «The Pathfinder» y sentía haberse visto obligado a prescindir de sus servicios cuando la motora se hundió de forma tan «misteriosa». Naturalmente, no sabía nada sobre el contrabando, pero sospechaba que Smith estaba siendo chantajeado…, ¡por un hombre llamado Patrick Brady, propietario de una casita junto a la costa, a la que creía Smith que había acudido recientemente para pasar unos días de vacaciones!

    Brady fue detenido y acusado de una falsificación sin importancia. Los policías encargados de la investigación empezaron a tener la sensación de que por fin habían dado con una buena pista: la ayuda de Reginald Holmes permitiría resolver el enigma planteado por el «caso del brazo y el tiburón». Pero ese optimismo no había tomado en consideración la interferencia del sombrío mundo de los contrabandistas de droga australianos.

    Dos días después de que Patrick Brady fuera arrestado, una lancha rápida que parecía fuera de control cruzó a toda velocidad la bahía de Sidney perseguida por todas las embarcaciones policiales disponibles en la zona. La lancha fue capturada después de una persecución frenética. Su conductor resultó ser un Reginald Holmes histérico, aterrorizado y con el rostro cubierto por una máscara de sangre. Holmes afirmó que un desconocido le había disparado cerca de su casa, hiriéndole en la frente. Holmes huyó a toda velocidad perseguido por su desconocido agresor y, finalmente, logró despistarle en su embarcación.

    Estaba claro que alguien había decidido que Holmes debía encontrarse fuera de circulación cuando se iniciara la investigación del «coroner». En un gesto de estupidez casi increíble, la policía rechazó lo que habría sido la solución obvia dictada por el sentido común: Reg Holmes no fue sometido a custodia protectora, y después de que la herida superficial de su cabeza hubiera recibido tratamiento médico, el testigo estrella de Sidney volvió a encontrarse suelto por las calles de Sidney, tan indefenso como un pato de metal en la galería de tiro de una feria.

    El asesino a sueldo encargado de liquidarle debió pensar que estaba soñando. Si algo estaba claro es que jamás habría podido esperar que el destino le diera una segunda oportunidad de acabar con Holmes, pero eso era exactamente lo que le había proporcionado la policía, y la madrugada del 13 de junio -el día en que debía empezar la investigación oficial sobre el brazo de James Smith-, Holmes abandonó este mundo y quedó fuera del alcance de toda ley que no fuese la del «coroner» celestial.

    Holmes fue encontrado muerto sobre el volante de su coche, estacionado bajo uno de los arcos del ferrocarril del Puente de Sidney: alguien le había metido varias balas en el pecho y la ingle. La policía había perdido a su testigo y, con él, toda posibilidad de montar un caso contra Brady.

    La investigación sobre el brazo de James Smith fue interrumpida en su duodécimo día por una orden del juez Hulse Rogers del Tribunal Supremo de Australia, para quien «un miembro no es un cuerpo, y un cuerpo siempre ha sido esencial para que se celebre una investigación oficial». La orden se basaba en un estatuto inglés promulgado en el año 1276 -por lo que, evidentemente, ignoraba todas las decisiones legales posteriores-, y había sido olvidada por todos salvo por el juez Hulse Rogers.

    Tres meses después Patrick Brady compareció ante el juez Sir Frederick R. Jordan y, como era de esperar, la ausencia de Holmes en el estrado de los testigos hizo que las tesis de la acusación se desmoronaran como un castillo de naipes. Brady apuntó con el dedo de la sospecha a un tal Albert Stannard, y afirmó que Stannard se encontraba en la casita con Smith cuando se produjo la desaparición. En cuanto a los intentos de acabar con la vida de Holmes, Brady tenía la coartada perfecta: ¡cuando tuvieron lugar estaba detenido por la policía! Naturalmente, Patrick Brady acabó siendo absuelto.

    La policía intentó desesperadamente salvar una parte de su dignidad profesional y ofreció una recompensa de 1.000 libras por cualquier información que relacionara los asesinatos de Holmes y Smith. Pero ya era demasiado tarde; el manto de silencio había vuelto a caer sobre el submundo criminal de Sidney.

    Los dos procesos posteriores contra Albert Stannard y John Patrick Strong, su guardaespaldas, tampoco sirvieron de nada. El jurado del primero no logró ponerse de acuerdo, y el juicio subsiguiente acabó con Stannard y Strong absueltos debido a la falta de pruebas y las sólidas coartadas de los acusados.

    El expediente del «caso del brazo y el tiburón» se cerró el 12 de diciembre de 1935, nueve meses exactos después de haber sido abierto. Pero los rumores no cesaron por ello. El papel que Reginald Holmes había jugado en el enigma quizá no fuese el de la víctima inocente que tan convincentemente había interpretado; de hecho, ¿sería posible que James Smith estuviera haciéndole chantaje? ¿Y por qué fue visto tomando unas copas -algunos testigos dijeron que casi parecía una celebración- con Brady el día siguiente a la desaparición de Smith?

    En el oscuro drama de las intrigas entre bandas rivales todos los intérpretes son víctimas potenciales y muchos son asesinos en potencia. ¡El único inocente de esta terrible historia era el tiburón!


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