Iniciado por
XxXhelazz
Tras dar por finalizada una austera merienda, que consistió en una rebanada de pan con mantequilla y ketchup, mis tripas (como si de una flatulencia dolorosa se tratase) rugieron ferozmente a la necesidad de expulsar las aguas mayores que mis intestinos albergaban.
Llegué a los aposentos gobernados por la natural escatología y, tras abrir la tapa (descubriendo que la persona que antes había estado allí no había invocado a Creneas* para que arrastrarse al océano sus desechos estomacales) sentí unas profundas náuseas; mas es el cuerpo más sabio que la razón, así que posé la zona donde pierde la espalda su honorable nombre y comencé a aunar fuerzas para la tempestad fecal que se avecinaba.
Ruego al lector que imagine a un cazador apuntando con su escopeta a la inocente presa, y también a la parca, observando la escena con una satírica sonrisa.
Así comenzó la hecatombe del inodoro, cuando el sonido del rifle anal expulsó los trozos de heces que impactaron sin piedad sobre el retrete, y yo, encontrando la escena hilarante, la grabé con mi teléfono móvil, para después subirla a YouTube (aunque, como dijo Baltasar Gracián: "Lo bueno, si breve, dos veces bueno", y esa historia no haría más que entorpecer el ritmo de esta trepidante aventura).
La marea excremental que formaron mis posaderas bien podría haber sido la inspiración idónea para un haiku mórbido, creado por un japonés perturbado; es más (como buen amigo del lector que soy) voy a mostraros una composición lírica que escribí para recordar esta anécdota:
Ojete y llamas,
Váter y mierda infecta,
Tengo diarrea.
Pero lo que fue divertido al principio, pronto acabó por convertirse en un infierno, en el que yo, a bordo de un velero residual, navegaba entre el pardo y agitado mar que la naturaleza alimenticia creó bajo mi recto. Sin poder hacer nada, traté de rezar para que cesara el cantar del agua salpicando mis testículos, ya que temía por mi propia vida (pues mis esfínteres sentían ya el cansancio de la vasta travesía).
Y fue así como llegó la luz a la tormenta inmunda, con la caída de la hez que constituyó la paz que mis torturados glúteos anhelaron durante el hórrido viaje en el que me vi atrapado. El sonido que se produjo cuando aquel trozo de lo que almorcé golpeó el caldo del demoníaco trono, fue (sin lugar a dudas) de una belleza sobrecogedora, tanto que, al escuchar las sinfonías de Bethooven, las arias de Mozart o las fugas de Bach, sentía una carencia de magnificencia, pues el celestial eco que se produjo y la gotas que subieron hasta golpear mis sacos escrotales, se quedaron para siempre grabados en mi corazón como momentos irrepetibles.