tiempos pastelosos y cursis los que se nos vienen encima. Malo porque esconden mucha maldad. El mundo, como dice un colaborador televisivo cuya prosa me gusta, no es ni bueno ni bonito ni sagrado. El buenrollismo parece algo maravilloso pero conlleva una putrefacción implícita. Por eso no puedo por menos que desear que todos los líderes del mundo sean como Donald Trump: hijos de puta con sentido de la realidad. Que ya lo son, hijos de puta. Pero muchos juegan con la fantasía de sus pueblos para hacerles soñar mundos inexistentes. Un mundo mejor es posible pero no es para todos. Y dado que es la meritocracia lo que debe de imponerse, es preciso que los meritorios puedan contar con una buena base. Lo que no sucede en los universos del todos iguales. Que no, no lo somos ni lo seremos.

Trump reniega de esa aberración que es el protocolo de kyoto. Y pone filtro a la entrada en su país de gentes de otros lugares. Esto es: cuida eficazmente de que su país sea eficaz. Porque el progreso de un pueblo es tan inseparable de la violencia como el progreso de un ciudadano de a pié. En España nos falta cultura de la violencia. Que no es el enrabietamiento callejero de mis cojones son más que los tuyos. Es el ciudadano que cuando se ve sometido a una injusticia hace ley por su cuenta como en el Oeste. Eso suena feo. Pero una sociedad así es seria y libre de mamoneos. Como acontece en el reino de la imparable Andalucía. Donde el miarmismo oculta los egoismos más brutales. Tierra de egocéntricos torpes.