En una larga carta a su yerno, Thomas Jefferson (a quien se atribuye la “Declaración de Independencia” de los EEUU) arremete contra el derecho de los muertos a reinar sobre los vivos:
“La tierra pertenece a los vivos, no a los muertos”. La soberanía no es sólo popular sino generacional:
“Hemos de considerar a cada generación como una nación diferente, en posesión del derecho de vincularse ella misma por la voluntad de su mayoría, pero sin el derecho de vincular a la generación siguiente, así como tampoco lo podrían hacer los habitantes de otro país.”
Nótese que Jefferson equipara la tiranía del extranjero con la tiranía del pasado. Según el nacionalismo antigenealógico –donde la nacionalización o más bien "naturalización" de los ciudadanos se logra "poniendo entre paréntesis sus ascendencias"– tan ilegítimo es ser gobernado por una potencia ocupante como por leyes y constituciones no aprobadas por la generación viva en cada momento.
Si para los antiguos el hombre está en el mundo porque no mereció un sitio mejor, para los modernos representa más bien un honor haber sido arrojados del paraíso, “el acontecimiento más feliz y más grande de la historia humana”, en cuanto preludia un despertar de las fuerzas de la razón. Es posible un nuevo comienzo, un "punto cero" de la humanidad porque la mente es una “tabla rasa” y la herencia una tara remediable.
A partir de la revolución francesa–irónicamente consentida por Dios, para De Maistre– empieza una época caracterizada por el primado del futuro (grácil) sobre el pasado (robusto), y por el primado de la moda sobre la costumbre. Un “hiato” entre la cultura genealógica paleoeuropea y los “nuevos hombres”, pero que no anuncia tanto un ascenso hacia arriba, radiante, ininterrumpido y previsible, cuanto que una permanente “caída hacia adelante” (La gaya ciencia: "¿No caemos continuamente?"), imagen que apunta a un avance paradójico, puntuado de accidentes monstruosos y consecuencias inesperadas.
La pasión antigenealógica, sin embargo, no nace de la revolución, sino que hunde su raíz en las tendencias antitradicionales y antifamilistas del propio cristianismo.
Jesús es “el hijo más terrible de la historia universal”, cuyo padre empírico oscurece ante la luz del padre trascendente:
La iglesia misma se sustenta en la idea de sucesión apostólica, de carácter no genealógico. Pese al intento de fundar la realeza de Cristo en una cadena que va de Abraham a David.
Esta idea de filiación trascendente tiene el importante efecto de promover el antinatalismo, producto más visible en las sectas místicas medievales provenientes del gnosticismo, los “espíritus libres” y la
devotio moderna a duras penas aplacada por el conservadurismo eclesiástico que intenta salvar los muebles familiares:
“La pasión por desarrollarse a sí mismo hacia Dios no es compatible con el cuidado por la transmisión de una herencia familar o de una carisma dinástico”.
En el nuevo mundo “bastardizado”, prefigurado ya en la “aristocracia espiritual” de Cicerón, los modelos ejemplares son actuales y simultáneos: la moda vence a la costumbre. La innovación, producida por la nueva “
creative class”, se alza como valor fundamental en la esfera productiva, mientras que la democracia domina por su método de elección y legitimidad bastarda por excelencia.
Esto no pone fin a la historia, sin embargo. Dejando a un lado que el experimento del que tratamos sigue siendo básicamente europeo, con vastísimas áreas del planeta aún libres de la pasión antigenealógica.
“Las diferencias de estatus entre individuos han de ser determinadas desde ya mismo en permanente competencia generalizada, con costes crecientes de frustración y progresivos riesgos de desmoralización”. La modernidad europea antigenealógica es, al fin y al cabo, la máquina productora de solteros y personas sin hijos más eficaz desde las órdenes mendicantes medievales.