EPÍLOGO DEL LIBRO:

Bernardo de Gálvez

De la guerra en la Apachería a la épica intervención en la independencia de los Estados Unidos
Miguel del Rey y Carlos Canales


Han pasado ya más de doscientos Años desde la muerte de Bernardo de Gálvez, y es evidente que su legado permanece, pero el tiempo nos permite ver las cosas con distancia y claridad.


En los Estados Unidos Gálvez sigue vivo, y su memoria se cuida con mimo y cariño. El condado, la ciudad y la bahía de Galveston, recuerdan su nombre en Texas, y Gálvez y St. Bernard, lo hacen en la vecina Luisiana. Allí, en las parroquias de East Feliciana y West Feliciana, también perdura el nombre de su esposa Marie Felice de Saint-Maxent d’Estrehan. En «El Cabildo» de Nueva Orleans, una rama del Museo Estatal de Luisiana, que se encuentra en la Plaza Jackson, tiene un retrato del general acompañado de una buena información biográfica. En Baton Rouge, la actual capital del estado, la plaza de Gálvez, junto al Ayuntamiento, y un complejo de oficinas de 12 pisos de la administración del estado, son un homenaje a su figura. Todo ello no deja de ser un bonito recuerdo que ensalza a un hombre que, por sus acciones, dejó un importante huella en las tierras que tuvo que gobernar en nombre de su lejano monarca, el rey de España.


Sin embargo, no debemos olvidar que interpretar el pasado conforme a criterios actuales es un error, que no lleva más que al desconcierto. Gálvez, como Blas de Lezo, está actualmente de moda entre quienes intentan en los últimos años reivindicar a muchos de los «héroes olvidados de España», pero su caso especialmente, al traspasar las fronteras internacionales, está inmerso en una progresiva confusión que está haciendo que se pierda la perspectiva de quienes eran realmente él y sus hombres, por quienes combatieron, y cuáles fueron sus verdaderos objetivos.


En 1976 Juan Carlos I inauguró una estatua en homenaje a Bernardo de Gálvez levantada en el centro de Washington. En aquel acto, el rey declaró, tal y como puede leerse en el pedestal, que la efigie del general malagueño, «es un recordatorio de que España ofreció la sangre de sus soldados por lacausa de la independencia estadounidense». Son unas hermosas palabras, pero no son ciertas. Quién le redactara el discurso al monarca, estaba muy equivocado.


Ningún soldado del ejército español dio su vida por los nacientes Estados Unidos, la dieron por su país, por España, que era la nación cuya bandera defendían. Que el resultado de los combates ayudase a la causa de los «insurrectos» de las colonias británicas era, sinceramente, algo que a la práctica totalidad de ellos le importaba «un bledo». O sea, nada.


Por cosas como esta, la reivindicación de Bernardo de Gálvez en los Estados Unidos actuales empieza a verse de forma algo desenfocada. Era un general de los Reales Ejércitos de España. Nunca fue ni podrá ser un héroe «latino». Referirse a sus tropas como a las de un ejército «latino», tal y como se entiende hoy este término en los Estados Unidos y en una buena parte de la América de habla española, es pura y simplemente, ridículo. Por lo tanto, tampoco es en ese sentido un «hispano», pues en su tiempo, ambos términos tenían un significado muy diferente al que tienen hoy en día.


En la Nueva España de Gálvez, el color de la piel y el lugar de nacimiento eran esenciales para «ubicar» a cada individuo en el complejo sistema de castas que, aunque comenzara a mostrarse impreciso como sistema de clasificación «racial», aún lo era para la asignación del estatus social. Es verdad que había «pardos» y «morenos», y sobre todo criollos, en muchas de las unidades del ejército que combatieron en Luisiana o Florida y en las fronteras de las Provincias Internas, pero todos se consideraban españoles, aunque hubiera quién los menospreciara por su origen. Eso sin contar con que el núcleo principal de combate, las tropas que realmente decidían todo cuando el adversario era un ejército regular europeo, eran peninsulares. Sin excepción. Aunque moleste, esa, y no otra, es la realidad.


Tampoco hay que olvidar que, aunque ahora se ha convertido en algo habitual decir que «los virreinatos no eran colonias», el hecho cierto es que la burocracia especializada, la alta jerarquía eclesiástica y militar, y los grandes comerciantes, eran también, en una inmensa mayoría,europeos. Todos juntos perfeccionaron durante años un sistema muy complejo orientado solo a impedir que los puestos decisivos del comercio, milicia e iglesia cayeran en manos de los criollos, quienes a pesar de esforzarse en demostrar la pureza aristocrática de su sangre, en su mayor parte siempre fueron clase media, y jamás se les permitió, salvo muy contadas excepciones, otro papel. Respecto a los mestizos y mulatos, relegados a trabajos de baja categoría, incluso en la milicia, al menos eran considerados «gente de razón», pues la ascendencia india o negra fue siempre tenida por una marca infamante.


Debemos por tanto tras la lectura de sus hazañas situar a Bernardo de Gálvez en el lugar correcto, y dejar claro lo que fue: un notable militar y político que dedicó su vida a defender los intereses de su patria, España —a la que sirvió siempre de la mejor forma posible—, pero sin poder separar sus actos de su época y de su tiempo. Nada más y nada menos.