Malthus en África: el genocidio de Ruanda
Un dilema • Los sucesos de Ruanda • Algo más que odio étnico • Acumulación en Kanama
• Explosión en Kanama • Por qué sucedió
Cuando mis hijos gemelos tenían diez años, y de nuevo cuando tenían quince, mi esposa y yo los llevamos de vacaciones al este de África.
Nos sobrecogió la amabilidad de los pueblos del este de África, su simpatía hacia nuestros hijos, sus vistosos trajes... y su enorme número. Una cosa es leer de forma abstracta algo acerca de la “explosión demográfica” y otra muy distinta encontrar un día tras otro hileras de niños africanos a lo largo de la carretera, muchos de ellos aproximadamente de la misma estatura y edad que mis hijos, dirigiéndose a los vehículos de turistas que pasaban para pedirles un lápiz que pudieran utilizar en la escuela. El impacto de esa cantidad de habitantes sobre el paisaje puede apreciarse incluso en los tramos de carretera en los que las personas se habían marchado para hacer alguna otra cosa. En los pastizales la hierba escasea y las manadas de vacas, ovejas y cabras la aprovechan a fondo. Se pueden ver los surcos recientes de la erosión, en cuyos lechos fluyen comentes de agua pardusca por el barro arrastrado desde los pastos desnudos.
Todos esos niños se sumaban a unas tasas de crecimiento demográfico que en el este de África se encuentran entre las más altas del inundo: en Kenia ha ascendido hace poco al 4,1 por ciento anual, lo cual se traduce en que la población se duplica cada diecisiete años. Esa explosión demográfica se ha producido a pesar de que África es el continente habitado por seres humanos desde hace mucho más tiempo que cualquier otro, lo cual nos llevaría a suponer de forma un tanto ingenua que la población de África debería haberse estabilizado hace mucho tiempo. En realidad, la explosión demográfica ha sido reciente y se debe a múltiples razones: la adopción de cultivos autóctonos del Nuevo Mundo (sobre todo el maíz, la judía, la batata y la mandioca, también conocida como “casava”), lo cual ha ensanchado la base agrícola y ha incrementado la producción de alimentos por encima de lo que podía hacerse únicamente con los cultivos africanos autóctonos; la mejora de las condiciones higiénicas, la medicina preventiva, la vacunación de madres e hijos, los antibióticos y cierto control de la malaria y otras enfermedades africanas endémicas; y por último la unificación de países y la fijación de fronteras nacionales, con lo cual pasaban a poder ocuparse algunos territorios que con anterioridad eran tierras de nadie que se disputaban por gobiernos adyacentes de menor envergadura.
de África oriental como “maltusianos”, ya que en 1798 el economista y demógrafo inglés Thomas Malthus publicó un famoso libro en el que sostenía que el crecimiento de la población humana tendía a superar el crecimiento de la producción de alimentos. Ello se debía (según argumentaba Malthus) a que la población crece de forma geométrica, mientras que la producción de alimentos aumenta solo de forma aritmética. Por ejemplo, si el período de duplicación de una población es de 35 años, entonces una población de cien habitantes en el año 2000, que continúe creciendo de forma constante, se habrá duplicado en el año 2035 hasta alcanzar las doscientas personas, cuyo número se duplicará de nuevo hasta los cuatrocientos en el año 2070, los cuales se duplicarán de nuevo hasta los ochocientos habitantes en el año 2105, y así sucesivamente. Pero el incremento en la producción de alimentos se suma en lugar de multiplicarse: un primer incremento aumenta el rendimiento del trigo en un 25 por ciento; después, otro aumenta la producción en un 20 por ciento adicional, etcétera. Es decir, hay una diferencia fundamental entre cómo crece la población y cómo aumenta la producción de alimentos Cuando la población crece, las personas nuevas que se suman a la población también se reproducen; al igual que sucede con el interés compuesto, en que el propio interés produce interés. Esto hace posible el crecimiento geométrico. A diferencia de ello, el incremento de la producción de alimentos no produce un incremento mayor de la producción, sino que, por el contrario, desemboca solo en el crecimiento aritmético de la producción de alimentos. Así pues, una población dada tenderá a expandirse para consumir todo el alimento disponible y nunca dejará un excedente, a menos que el propio crecimiento de la población se vea frenado por una hambruna, una guerra o una epidemia, o, además, por que las personas adopten medidas preventivas (como, por ejemplo, imponiendo medidas anticonceptivas o posponiendo el matrimonio). La idea todavía generalizada hoy día de que podemos favorecer la felicidad humana con solo incrementar la producción de alimento, sin frenar al mismo tiempo el crecimiento demográfico, está llamada a acabar en frustración; o al menos eso decía Malthus.
Se ha discutido mucho sobre la validez de esta argumentación pesimista. De hecho, en la actualidad hay países que han reducido de manera drástica el crecimiento de su población mediante el control voluntario de la natalidad (por ejemplo, Italia o Japón) o la regulación decretada por el gobierno (China). Pero la actual Ruanda ilustra un caso en que el peor escenario maltusiano posible parece haber sido acertado. De forma genérica, tanto los defensores como los detractores de Malthus podrían coincidir en que la población y los problemas medioambientales producidos por un uso no sostenible de los recursos se resolverán en última instancia de algún modo: si no es de forma agradable mediante decisiones tomadas por nosotros mismos, entonces por medios desagradables y no escogidos, como los que Malthus en un principio auguró.
Hace unos pocos meses, cuando impartía un curso a universitarios de UCLA (Universidad de California, Los Ángeles) sobre los problemas medioambientales de las sociedades, acabé analizando las dificultades que por regla general deben superar las sociedades cuando tratan de legar a acuerdos sobre disputas medioambientales. Uno de mis alumnos respondió señalando que las disputas podían resolverse, como a menudo sucedía, por medio de un conflicto. Con ello el alumno no quería decir que estuviera a favor del asesinato como medio de solucionar los problemas. Más bien estaba señalando de un modo sencillo que los problemas medioambientales a menudo originan conflictos entre personas, que los conflictos en Estados Unidos a menudo se resuelven en los tribunales, que los tribunales brindan un medio absolutamente aceptable para resolver las disputas y, por tanto, que los estudiantes que quieran prepararse para emprender una carrera sobre resolución de problemas medioambientales deben familiarizarse con el sistema judicial. El caso de Ruanda resulta una vez más instructivo: mi alumno estaba esencialmente en lo cierto acerca de la frecuencia con que los problemas se resuelven mediante el conflicto, pero el conflicto puede adoptar formas más desagradables que las de los procesos judiciales.
En las décadas recientes Ruanda y su vecina Burundi se han convertido en nuestra mente en sinónimos de dos cosas: población numerosa y genocidio. Son los dos países con mayor densidad de población de África, y se encuentran entre los más densamente poblados del mundo: la media de densidad de población de Ruanda es el triple incluso que la del tercer país con mayor densidad de población de África (Nigeria) y diez veces superior a la de su vecina Tanzania. El genocidio en Ruanda produjo la tercera cifra más alta de víctimas de las ocasionadas por los genocidios que ha habido en el mundo desde 1950, superada únicamente por las matanzas de la década de 1970 en Camboya y de 1971 en Bangladesh (en aquel entonces, Pakistán Oriental). Como la población total de Ruanda es diez veces menor que la de Bangladesh, la magnitud proporcional del genocidio de Ruanda en cifras relativas de población asesinada supera con mucho a la de Bangladesh y ocupa el segundo lugar tras la de Camboya. El genocidio de Burundi fue de menor escala que el de Ruanda, ya que arrojó “solo” unos pocos cientos de miles de víctimas. Con todo, todavía basta para situar a Burundi en el séptimo lugar del mundo desde 1950 en cuanto al número de víctimas de genocidio, y la mantiene firme en el cuarto lugar en lo que se refiere a proporción de población muerta.
Es habitual presentar los genocidios de Ruanda y Burundi como una consecuencia del odio étnico preexistente. Hay abrumadoras evidencias de que esta perspectiva es correcta y explica en gran medida la tragedia de Ruanda. Pero también hay muestras de que intervinieron otros factores. Ruanda albergaba un tercer grupo étnico, al que se conoce bajo el diferente nombre de twa o pigmeos, que representaba solo el 1 por ciento de la población, ocupaba el lugar más bajo de la jerarquía social y la estructura de poder, y no constituía una amenaza para nadie; aun así, la mayor parte de ellos también fueron aniquilados en las matanzas de 1994. El estallido de 1994 no fue únicamente de los hutu contra los tutsi, sino que las facciones en conflicto eran en realidad más complejas: había tres facciones rivales compuestas predominante o exclusivamente por hutu una de las cuales puede haber sido la principal en el desencadenamiento del estallido al matar al presidente hutu, que pertenecía a otra facción; y si bien el ejército invasor de exiliados del FPR estaba comandado por tutsis, también estaba integrado por hutus. La distinción entre hutu y tutsi no era ni mucho menos tan nítida como a menudo se caracteriza. Los dos grupos hablaban la misma lengua, asistían a las mismas iglesias, escuelas y cantinas, vivían juntos en la misma aldea bajo los mismos jefes y trabajaban juntos en las mismas oficinas. Los hutu y los tutsi se casaban entre sí, y (antes de que los belgas introdujeran los carnés de identidad) cambiaban a veces su identidad étnica. Aunque por regla general los hutu y los tutsi tienen un aspecto diferente, es imposible asignar a muchos individuos a uno de los dos grupos basándose en su apariencia. Alrededor de la cuarta parte de todos los ruandeses tienen entre sus bisabuelos tanto a hutus como a tutsis. (En realidad, hay alguna duda acerca de si la explicación tradicional de que los hutu y los tutsi tienen un origen distinto es correcta, o si más bien los dos grupos se diferenciaron solo desde el punto de vista social y económico en el interior de Ruanda y de Burundi partiendo de un linaje común.) Esta mezcla de poblaciones desencadenó decenas de millares de tragedias personales durante las matanzas de 1994, ya que los hutu trataban de proteger a sus esposas, parientes, amigos, colegas y jefes tutsi, o trataban de sobornar con dinero a los potenciales asesinos de aquellos a quienes amaban. Los dos grupos estaban tan entremezclados en la sociedad ruandesa que en 1994 los médicos acabaron matando a sus pacientes y viceversa, los profesores mataban a sus alumnos y viceversa, y los vecinos y compañeros de trabajo se mataban también entre sí. Algunos hutu mataron a algunos tutsi para proteger a otros tutsi. Es inevitable plantear la siguiente pregunta: bajo semejantes circunstancias, ¿cómo es posible que tantos ruandeses se dejaran manipular con tanta facilidad y rapidez por líderes extremistas que consiguieron que se mataran entre sí con el salvajismo más extremo?
Si creemos que en el genocidio no hubo nada más que odio étnico entre hutus y tutsis avivado por los políticos, entonces resultan particularmente desconcertantes los acontecimientos del noroeste de Ruanda. Allí, en una comunidad en la que prácticamente todo el mundo era hutu y solo había un único tutsi, también hubo asesinatos masivos: de unos hutu a manos de otros hutu. Aunque allí el número proporcional de muertos, que se estima en “al menos el 5 por ciento de la población”, puede haber sido un tanto más bajo que en Ruanda en general (el 11 por ciento), el hecho de que una comunidad hutu matara al menos al 5 por ciento de sus miembros en ausencia de motivos étnicos exige en todo caso alguna explicación. En otros lugares de Ruanda, a medida que el genocidio de 1994 progresaba y el número de tutsis descendía, los hutus se volvieron contra sí mismos para atacarse unos a otros. Todos estos hechos ilustran por qué es necesario buscar otros factores que contribuyeran a ello además del odio étnico.
Para comenzar nuestra búsqueda, pensemos de nuevo en la elevada densidad de población de Ruanda que señalé anteriormente. Ruanda (y también Burundi) contaba ya con una densidad de población muy alta en el siglo XIX antes de la llegada de los europeos, debido a las ventajas gemelas de la moderada pluviosidad y la altitud demasiado elevada para la malaria y la mosca tsé-tsé. Posteriormente, la población de Ruanda aumentó, si bien con altibajos, a una tasa media de más de un 3 por ciento anual, sobre todo por las mismas razones que en las vecinas Kenia y Tanzania (los cultivos del Nuevo Mundo, la salud pública, la medicina y las fronteras políticas estables). Para 1990, incluso después de las matanzas y los exilios masivos de las décadas anteriores, la densidad de población media de Ruanda era de 458 habitantes por kilómetro cuadrado, superior a la del Reino Unido (367) y aproximándose a la de Holanda (562). Pero el Reino Unido y Holanda disponen de una agricultura mecanizada altamente eficiente, de tal modo que solo un pequeño porcentaje de la población que trabaja en el sector agrícola puede producir alimentos para todos los demás. La agricultura ruandesa es mucho menos eficiente y no está mecanizada; los agricultores dependen de las azadas de mano, los picos y los machetes; y la mayor parte de las personas tienen que dedicarse a la agricultura, ya que esta produce poco o ningún excedente con el que alimentar a los demás.
Cuando la población de Ruanda fue aumentando tras alcanzar su independencia, el país continuó con sus métodos agrícolas tradicionales y no consiguió modernizarse, introducir variedades de cultivos más productivos, incrementar sus exportaciones agrícolas ni instituir una planificación familiar eficaz. Por el contrario, la creciente población se iba acomodando simplemente eliminando bosques y desecando marismas para ganar nuevas tierras de cultivo, acortando los períodos de barbecho y tratando de obtener cada año dos o tres cosechas consecutivas de cada parcela. Cuando en la década de 1960 y en 1973 huyeron o fueron asesinados tantos tutsis, la posibilidad de que sus antiguas tierras se redistribuyeran alimentó el sueño de que todo agricultor hutu podría ahora por fin disponer de la tierra suficiente para alimentarse a sí mismo y a su familia con holgura. En 1985 se estaba cultivando toda la tierra roturable que no formaba parte de los parques nacionales. Cuando se incrementaron la población y la producción agrícola, la producción de alimentos per cápita se incrementó entre 1966 y 1981, pero después volvió a caer hasta los niveles en los que se encontraba a principios de la década de 1960. Esa es, precisamente, la trampa maltusiana: más alimentos, pero también más personas y, por tanto, ningún incremento del alimento por persona.
A unos amigos míos que visitaron Ruanda en 1984 les pareció que se estaba gestando una catástrofe ecológica. El país entero parecía un huerto y una plantación de plátanos. Se estaba cultivando en laderas con mucha pendiente hasta la cresta misma del monte. Ni siquiera se estaban llevando a cabo las medidas más elementales que podrían haber minimizado la erosión del suelo, como disponer los cultivos en terraza, arar perpendicularmente a la pendiente en lugar de paralelamente a ella y sembrar algún tipo de cubierta vegetal en barbecho en lugar de dejar los campos desnudos entre una cosecha y otra. Como consecuencia de ello, el suelo estaba muy erosionado y los ríos transportaban grandes cantidades de barro. Un ruandés me escribió: “Los agricultores pueden despertarse una mañana y descubrir que todas sus tierras (o al menos la capa superficial del suelo y los cultivos) han sido arrastradas por el agua durante la noche, o que el terreno y las piedras de su vecino han sido arrastradas hasta su propia parcela”. La eliminación de los bosques desembocó en que los arroyos se secaran y la pluviosidad fuera más irregular. A finales de la década de 1980 empezaron a reaparecer las hambrunas. En 1989, una sequía ocasionada por la combinación de un cambio climático global o regional y los efectos locales de la deforestación produjeron una escasez de comida mucho más grave que antes.
Dos economistas belgas, Catherine André y Jean Philippe Platteau, estudiaron con detalle las consecuencias de todos estos cambios medioambientales y demográficos en una zona del noroeste de Ruanda (la comunidad de Kanama) habitada únicamente por hutus. André, que era alumna de Platteau, vivió allí durante un total de dieciséis meses, repartidos en dos visitas realizadas en 1988 y 1993, mientras la situación se estaba deteriorando pero antes del estallido del genocidio. Entrevistó a miembros de la mayor parte de las familias de la zona. A partir de las entrevistas realizadas a las familias en aquellos dos años diferentes, determinó el número de personas que vivían en la casa, la extensión total de tierra que poseían y el volumen de ingresos procedentes de empleos ajenos a la granja que obtenían sus miembros. También tabuló las ventas o transferencias de tierras y las disputas que requerían algún tipo de mediación. Tras el genocidio de 1994 siguió la pista de las noticias de los supervivientes y trató de extraer algún tipo de pauta según la cual algunos hutus determinados acabaron muertos a manos de otros hutus. André y Platteau procesaron a continuación esta ingente cantidad de datos para averiguar qué significaban.
Kamana cuenta con un suelo volcánico muy fértil, de manera que su densidad de población es incluso superior a la de la media de la densamente poblada Ruanda: 1.048 habitantes por kilómetro cuadrado en 1988, la cual ascendió a 1.229 en 1993. (Eso significa una cifra aún superior a la de Bangladesh, el país agrícola con mayor densidad de población del mundo.) Esas elevadas densidades de población se traducían en que las explotaciones eran muy pequeñas: en 1988 el tamaño medio de una explotación era de 0,36 hectáreas (3.600 metros cuadrados), que descendió hasta las 0,29 hectáreas en 1993. Cada explotación estaba dividida (por lo general) en diez parcelas independientes, de modo que los agricultores cultivaban parcelas ridículamente pequeñas con una extensión media de 0,036 hectáreas (360 metros cuadrados) en 1988 y 0,029 hectáreas (290 metros cuadrados) en 1993.
No es de extrañar que para la mayor parte de los habitantes de Kamana resultara imposible alimentarse de tan poca tierra. Aun cuando estos datos se interpreten de acuerdo con la baja ingesta de calorías que se considera adecuada en Ruanda, aun así una familia media solo satisfacía con su explotación el 77 por ciento de sus necesidades de calorías. El resto de los alimentos había que comprarlos con ingresos obtenidos al margen de la misma, en sectores como el de la carpintería, la fabricación de ladrillos, las serrerías o el comercio. Dos tercios de las familias ocupaban puestos de trabajo de este tipo, mientras que un tercio no. La proporción de población que consumía menos de 1.600 calorías diarias (es decir, lo que se considera por debajo del nivel de hambre) era en 1982 del 9 por ciento, la cual aumentó en 1990 al 40 por ciento y, posteriormente, a un porcentaje superior que desconocemos.
Todas las cifras que aporto hasta el momento sobre Kanama son cifras medias, lo cual enmascara desigualdades. Algunas personas poseían explotaciones mayores que otras, y esa desigualdad se incrementó entre 1988 y 1993. Definamos una explotación “muy grande” como de una extensión superior a una hectárea, y una explotación “muy pequeña” como aquella que tuviera una extensión inferior a 0,25 hectáreas (2.500 metros cuadrados). (Recordemos que en Montana solía considerarse que hacía falta una granja de dieciséis hectáreas para mantener una familia, pero que en la actualidad hasta eso es insuficiente.) Tanto el porcentaje de explotaciones muy grandes como el de explotaciones muy pequeñas aumentó entre 1988 y 1993, los cuales pasaron del 5 al 8 por ciento y del 36 al 45 por ciento respectivamente.
Por paradójico que resulte, los ingresos ajenos a las explotaciones agrarias los obtenían de un modo desproporcionado sobre todo los propietarios de las explotaciones más grandes: el tamaño medio de las granjas que contaban con este tipo de ingresos era de 0,53 hectáreas (5.300 metros cuadrados), en relación con las solo 0,20 hectáreas (2.000 metros cuadrados) de las granjas que carecían de estos ingresos. La diferencia resulta paradójica porque las explotaciones más pequeñas son aquellas cuyas familias disponen para alimentarse de menos tierra de cultivo por miembro familiar, y que por tanto necesitan más ingresos ajenos a la tierra. Esa concentración de ingresos ajenos a la tierra en las explotaciones más grandes contribuyó a acrecentar la división de la sociedad de Kanama en ricos y pobres, en la que los ricos se enriquecían más y los pobres se empobrecían más. En Ruanda, supuestamente es ilegal que los propietarios de pequeñas explotaciones vendan sus tierras. Pero en realidad se hace. La investigación sobre venta de tierras arrojó como resultado que los propietarios de las explotaciones más pequeñas vendían la tierra sobre todo cuando necesitaban dinero para alguna emergencia relacionada con la comida, la salud, las costas judiciales, los sobornos, un bautismo, una boda, un funeral o el abuso de la bebida.
En 1988 el 35 por ciento de las explotaciones más pequeñas, y en 1993 el 49 por ciento, vendían sin comprar. Si desglosamos las ventas de tierra según los ingresos ajenos a las tierras, todas las explotaciones con ingresos ajenos a ellas compraron tierra, y ninguna vendió tierra sin comprar; pero solo el 13 por ciento de las explotaciones que carecían de otros ingresos compraba tierra, y el 65 por ciento de ellas vendía tierra sin comprar otra.
Las explotaciones que ya eran diminutas, las que necesitaban disponer de más terrenos, en realidad menguaban aún más porque vendían tierra por motivos de emergencia a las explotaciones más grandes, que financiaban su compra con ingresos ajenos a sus tierras. Recordemos de nuevo que lo que denomino “explotaciones grandes” son solo grandes para la media de Ruanda: “grande” significa “mayor de 0,4 o 0,8 hectáreas”.
Por consiguiente, en Kanama la mayor parte de la población era población empobrecida, hambrienta y desesperada; pero algunos estaban más empobrecidos, hambrientos y desesperados que otros, y la mayor parte de la gente se desesperaba cada vez más, mientras que solo unos pocos se desesperaban cada vez menos.
Esa situación de conflicto crónico y creciente constituye el telón de fondo de las matanzas de 1994. Antes incluso de 1994, Ruanda estaba alcanzando niveles cada vez más elevados de violencia y robo, cometidos sobre todo por jóvenes sin tierra y hambrientos que carecían de ingresos ajenos a la agricultura. Si comparamos las tasas de criminalidad del grupo de edad comprendida entre los veintiún y los veinticinco años en diferentes zonas de Ruanda, la mayor parte de las diferencias regionales guardan correlación estadística con la densidad de población y la disponibilidad de calorías per cápita: unas densidades de población elevadas y condiciones de hambre más severas iban asociadas a una mayor criminalidad.
Tras el estallido de 1994, André trató de rastrear cuál había sido el destino de los habitantes de Kanama. A partir de lo que le dijeron, descubrió que el 5,4 por ciento había muerto como consecuencia de la guerra. Esa cifra es una estimación a la baja de las víctimas totales, puesto que había algunos habitantes sobre cuya suerte no obtuvo ninguna información. Por tanto, no sabemos si la tasa de mortalidad se aproximaba a la cifra media del 11 por ciento de Ruanda en su conjunto. Lo que sí está claro es que la tasa de mortalidad en un territorio en el que la población estaba compuesta casi por completo de hutus ascendía al menos a la mitad de la tasa de mortalidad de zonas donde los hutus estuvieron matando a tutsis y a otros hutus.
Todas las víctimas conocidas de Kanama, excepto una, podían agruparse en seis categorías. En primer lugar, la única persona de origen tutsi de Kanama, una mujer viuda, fue asesinada. No está claro que esto fuera relevante o no respecto al hecho de ser tutsi, puesto que había muchas otras razones para que quisieran matarla: había heredado mucha tierra, se había visto envuelta en muchas disputas por la misma, era viuda de un marido hutu polígamo (por tanto, se la consideraba competidora de las demás esposas del marido y sus familias) y su marido fallecido ya había sido expulsado de sus tierras por sus hermanastros.
Otras dos categorías de víctimas correspondían a hutus que eran grandes terratenientes. La mayoría de ellos eran hombres mayores de cincuenta años y, por tanto, tenían una edad que daba pie a las disputas por la tierra entre padres e hijos. Una minoría eran personas más jóvenes que habían despertado envidias por haber podido obtener muchos ingresos ajenos a su explotación agraria y utilizarlos para comprar tierra.
La siguiente categoría de víctimas era la de los “alborotadores”, famosos por haberse visto envueltos en todo tipo de disputas por tierras y otro tipo de conflictos.
Otra categoría más era la de los jóvenes y niños, sobre todo los de origen más pobre, a quienes la desesperación los empujaba a alistarse en las milicias en guerra y quienes procedieron a matarse entre sí. Resulta especialmente probable que se haya subestimado la cifra total de quienes se incluían en este grupo, ya que era peligroso que André formulara demasiadas preguntas acerca de quién pertenecía a qué milicia.
Por último, la cifra mayor de víctimas la constituían las gentes particularmente desnutridas, o sobre todo la gente pobre que no tenía ninguna o muy poca tierra y carecía de ingresos ajenos a una explotación agraria. Como es lógico ellos murieron de hambre, ya que estaban demasiado débiles o no tenían dinero para comprar comida o pagar los sobornos necesarios con los que comprar su supervivencia en los controles de carretera.
Por tanto, como señalan André y Platteau: “Los acontecimientos de 1994 brindaron una oportunidad única para saldar cuentas o redistribuir propiedades agrarias, incluso entre aldeanos hutu ... Ni siquiera en la actualidad es infrecuente oír a los ruandeses sostener que la guerra es necesaria para eliminar un exceso de población y ajustar su cifra a la de los recursos agrícolas disponibles”.
Esa última cita de lo que los propios ruandeses dicen acerca del genocidio me sorprendió. Siempre pensé que era algo excepcional que las personas reconocieran la existencia de una relación tan directa entre la presión demográfica y las matanzas.
“La decisión de matar fue tomada por supuesto por los políticos, y por razones políticas. Pero al menos parte de la razón por la que se llevó a cabo de forma tan rigurosa por parte de campesinos comunes y corrientes en su ingo fue la sensación de que había demasiadas personas en demasiada poca tierra, así como de que una reducción de su número dejaría más tierra para los supervivientes”.
Los problemas graves de superpoblación, impacto medioambiental y cambio climático no pueden prolongarse de forma indefinida: si no conseguimos resolverlos emprendiendo alguna acción decidida, antes o después tienen tendencia a resolverse por sí solos, ya sea al modo de Ruanda o de algún otro modo que no hayamos dispuesto nosotros.
La expresión “trampa maltusiana” es abstracta e impersonal. No consigue evocar los espantosos, brutales y escalofriantes detalles de lo que millones de ruandeses hicieron o se hicieron a sí mismos.