Yo no soy ninguna leyenda, y si te callas, te lo cuento: Detrás de ese furgón en llamas había otras tres lecheras, de las que salieron veinte robocops. El primer toletazo en la sien se lo llevó mi recién adquirido colega, que era un niño (No tenía más de 17 años). El segundo me lo llevé yo por no echar a correr hacia cualquier dirección como hacían todos los que teníamos a nuestro alrededor. No sé si fue fruto de la resaca o de la admiración que sentí hacia todo aquello, pero me quedé parado como un monigote.
Me gustaría decir que luché como un héroe, que de esta me sacáis con los pies por delante, que voy a morder todos los tobillos que me encuentre en mi camino….pero no. Me quedé quieto como un conejo cuando le das las largas. Acojonado perdido. Otro toletazo en la cabeza. Miré a mi alrededor desde el suelo y allí ya no quedaba nadie, ni pancartas, ni gritos, ni sindicalistas, ni banderas comunistas, ni señores de avanzada edad que me defendieran, ni siquiera había surfistas descalzos….ni siquiera estaba el rastas de los cócteles molotov. Y entonces me calló encima una bomba termonuclear en forma de porra.
Es extraña la sensación de estar semi-inconsciente. Te das cuenta de lo que pasa a medio metro alrededor tuyo, pero no puedes hacer nada para remediarlo. Notaba cómo me arrastraban tirando de mi por los brazos, veía mis botas deslizándose por el suelo, pero no podía articular palabra o resistirme, era un muñeco en manos de no sabía quién. Veía una especie de túnel borroso alrededor de lo que trataba de enfocar, pero la vista se iba a dónde le daba la gana. Mi cuerpo se incorporó, movido por aquella fuerza extraña que me zarandeaba, y rodé sin control sobre un suelo frío. Oí un portazo metálico y el dolor del hombro despertó todos mis sentidos. Supuse que estaría en un calabozo otra vez, y mi madre tendría que ir a sacarme en plena noche y, Señor Juez, que sólo pasaba por ahí, que él me pegó primero y no sé si le tiré una botella a la cabeza al de la ambulancia porque estaba muy borracho…
Pero ahora no había hecho nada malo, sólo quería irme a casa. Pensando en llamar a un abogado, idiota de mi, como si tuviera uno, me incorporé echando mano al hombro que me estaba matando, y el suelo se movió bajo mis pies. Aquello no era un calabozo, no iba a venir nadie en plan película a pagar mi fianza, no me habían leído mis derechos y el maldito suelo se movía a cada paso que daba. Cuando los ojos se acostumbraron a la oscuridad, pude percibir que una tenue luz entraba por una ventanita enrejada.
Até cabos: Estaba encerrado en un furgón policial, me dolía todo y estaba terriblemente solo y desconcertado. Busqué la puerta y una manera de abrirla, pero lógicamente no se podía abrir desde dentro. Me sentí un poco tonto solo de pensar que podría salir de allí simplemente abriendo la puerta. Para calmarme saqué mi paquete de cigarrillos y prendí uno, esperando a que aquél zulo móvil echara a andar de un momento a otro y me llevara a la comisaría, dónde podría explicarlo todo sin miedo a nada, pues yo no había hecho nada y no tenían nada contra mi. Mientras serenaba mis nervios me senté a fumar y a escuchar:
-¡Salid salid, en formación, hay más al otro lado de la calle!
-¡Vamos a por ellos!
Ruido de carreras y gritos sin sentido.
Sirenas a lo lejos.
Una voz en off en la radio del furgón, escupiendo arengas animando a la policía, llamándolos héroes y diciendo que dispersaran aquella manifestación como fuera posible, usando los entrenamientos que habían recibido. Luego silencio. Más silencio. Y el ruido de una puerta metálica que se abre desde fuera.
El sol de mediodía me cegó y por un instante no vi absolutamente nada, solo luz. Ya casi estaba acostumbrado a estar allí sentado y ni siquiera había acabado el cigarro a oscuras. Bajé el brazo que había subido instintivamente para tapar mis ojos, porque era más el dolor que sentía en el hombro que lo que la luz diurna pudiera molestar, y lo vi.
Un hombre de melena blanca descuidada, barba a juego y con una voz extremadamente grave, la típica voz trabajada a base de Ducados y noches sin dormir.
-Venga chaval, sal de ahí, ahora no están, vamos, rápido!
-Oiga, pero qué coj…
Metió en el furgón medio cuerpo y me tendió la mano. Me miró a los ojos, y entonces tuve el Deja-Vu más fuerte que había tenido jamás. Esa imagen me persigue a día de hoy en sueños.
-Venga chaval, no hay tiempo ¡Reacciona joder!
Le di la mano sin pensar. Podría haberme levantado yo solo, pero le di la mano. Tiró de ella, luego le siguió el resto de mi dolorido cuerpo, y me sacó de allí.
-Son tan gilipollas que han dejado estos dos furgones sin vigilancia. Vi como te metían aquí sin haber hecho tu nada chaval, te acabo de salvar el culo.
-Se lo agradezco mucho, pero yo no soy un delincuente, al llevarme a comisaria se hubiera aclarado todo.
-Sí, te hubieran dado una buena paliza y a callar ¿pero tu eres tonto o qué te pasa? ¿Estabas dispuesto a que te secuestraran y encima darles las gracias?
-Mire, tengo una resaca espantosa, no sé qué coño está pasando aquí, muchas gracias, de verdad, pero quiero irme a mi casa a dormir.
-Vale, lárgate, no necesitamos gente como tu, indiferente, sumisa…
Y se largó mascullando no sé qué de una revolución.
Joder tío, yo había oído que os escapasteis los dos del furgón a puñetazo limpio a los antidisturbios y os hicisteis muy amigos. ¿Estás seguro de lo que me estás contando tío?
-Yo estaba allí, el que te lo contó no. Y como no dejes de interrumpirme, vas a tener que esperar a que salga la película para saber como surgió todo.
-No creo que hagan una película de esto. Y si la hacen, vosotros seréis los malos.
Me largué de allí con las manos en los bolsillos y procurando no cruzarme con nadie. Había carreras a lo lejos, escuadrones de policía uniformada con chalecos antibalas pegando toletazos a todo lo que se moviera. Crucé la calle y caminé. Me alejé todo lo que pude, intentando controlar el impulso de echar a correr, porque si lo hacía, alguien me perseguiría porra en mano para meterme otra vez en un furgón oscuro. Subí por una de las calles principales, en donde no había ruido de sirenas y parecía estar seguro, y me atreví a echar la vista atrás. Nunca debí de haberlo hecho, y no pienso contar lo que ví.
Cuando llegué a casa, abracé la normalidad. Mi padre estaba viendo las noticias de las tres de la tarde y mi madre le deslizaba la medicación entre los garbanzos.
-Sopa de cocido, Dios mamá, acabas de rejuvenecerme 20 años
-Pues vas para 32, y ya te soporté bastante con los doce, no quiero volver a pasar por eso!
Mi madre siempre tenía la respuesta correcta para todo, sarcástica, irónica y graciosa. Sonreía mientras me ponía un plato de humeante sopita en la mesa.
-¿Y esto es para desayunar, para comer o para cenar? ¿De donde vienes?
-De la manifestación
-¡Eso cojones!—Rugió mi padre— ¡Hay que luchar! ¡El mundo se está yendo al carajo por culpa de cuatro hijos de perra y nadie hace nada!
Mi madre me miró cómplice con una de sus encantadoras sonrisas, diciéndome sin hablar que el voceras que le gritaba a la tele jamás había estado en una manifestación. Podría decirse que éramos una familia normal: El viejo cobraba una pensión de invalidez por un accidente laboral en el que había quedado tocado de todo, de cuerpo y mente. La paga que le había quedado era ridícula y ni siquiera tenía la certeza de cuánto iba a durar. Eran tiempos difíciles y mi madre trataba de mantener la casa con un trabajo nocturno. Ella decía que iba a fregar portales y oficinas por las noches, pero ganaba demasiado. No se menea una fregona con los tacones que ella llevaba todas las noches. Yo me callaba. Trataba de ocultar mi opinión en un rincón oscuro de mi mente. Con mi mierda de trabajo y con no darles más disgustos de los que ya les había dado, tenía suficiente. Comimos los tres juntos, hablando de esto y de aquello, mientras notaba que ella me miraba al moratón que tenía en la cara. No quiso preguntar y se lo agradecí, no soportaba tener que mentirle a mi propia madre. Aunque realmente jamás le mentí, porque por mucho que lo intenté, la muy cabrona siempre me pillaba.
Estaba en casa, tenía el estómago lleno de rico cocido de garbanzos, con su sopa y su chorizo, y casi casi, era feliz. Sin pensar en nada, me fui a dormir la bien merecida siesta de domingo. Ni siquiera pensaba que mañana sería lunes y había que ir a trabajar.
La mañana transcurrió tranquila. No suele haber mucho ajetreo en una copistería de barrio. Un señor para fotocopiar el DNI, un alumno de la universidad para imprimir un trabajo de 100 páginas bajado de internet…. Mi compañera estaba, como todos los lunes, aún colocada del fin de semana. Era una fiestera de mucho cuidado, pero rendía en el trabajo. Todo lo que se puede rendir en un trabajo tan monótono como aquél.
Nos llevábamos bien porque yo también era un juerguista, hablábamos de lo bien que lo habíamos pasado el sábado y esas cosas, yo le contaba chistes malos y ella se reía con muchas ganas. Tenía esa belleza que tienen las chicas malas, cara de haber pasado mil y una noches que olvidar, alguna que otra peca bajo sus cristalinos ojos azules, víctimas de tantos excesos, melena caoba teñida, muy cuidada cuando se acercaba el jueves, y la delgadez que da la cocaína.
Pero nunca llegamos a intimar del todo. Era una chica muy agradable a veces, pero cuando se pasaba de vueltas en el propio trabajo se ponía un poco idiota. Alguna vez intenté aprovechar esos momentos de subidón que tenía, cuando me invitaba a meterme un par de rayas en el baño. Le decía algo en plan “Cerramos la tienda durante veinte minutos y lo hacemos encima del mostrador” mientras la agarraba por la cintura y la miraba a los ojos. Ella se reía como si fuera un chiste y se metía otra raya. Le gustaban esas tonterías, pero nunca pasó de ahí.
La tienda estaba vacía en el momento en el que entró el jefe. Yo estaba imprimiendo con la destreza de un robot bien entrenado el trabajo de un chico que lo había dejado encargado el sábado. La cara de aquél energúmeno que olía a perfume caro es de lo poco que recuerdo de aquél sábado. Entró dándole una patada la puerta y andando con esos aires de superioridad que dan unos padres con dinero y ninguna responsabilidad en la vida. Sin conocerlo de nada supe que era el típico chulito que se pasa tres años de universidad sin dar palo al agua, quejándose por todo mientras sus papás se lo pagan todo. Luego otros dos años intentando sacar una nota decente, pero como jamás tuvo interés por nada que no fuera sí mismo, ni sabía dónde estaba su mano derecha, vinieron otros dos años de suspensos y quejas. Y papi y mami a pagar las desorbitadas matrículas. Nunca fui profesor de nada, pero sólo con ver la portada del trabajo, con dos faltas de ortografía, ya le hubiera suspendido. Eso por no hablar del contenido, un corta-pega mal bajado de internet, con links en azul a la Wikipedia, párrafos escritos en argentino o mejicano, que distan bastante del castellano (llegué a leer “arranca su carro” en vez de “coge su coche”) y diferentes estilos de letra y tamaño. Un trabajo de segundo o tercero de carrera, según adiviné por su edad. Yo estaba enfadado con el mundo, y ver como alguien tiraba así a la basura los recursos y las oportunidades que la vida le estaba dando sin que él hubiera hecho nada por agradecerlo, me ponía de los nervios.
Entró el jefe, como decía, sin saludar como era su costumbre. Todo aquél reino majestuoso lleno de papeles en blanco, súbditos con un sueldo irrisorio, máquinas con lucecitas y soniditos que él había pagado (no había día de los pocos que se dignaba a aparecer por allí que no lo recordara) estilográficas a precios prohibitivos….todo aquello era suyo. Se apoyó con las dos manos en el mostrador y miró entrecerrando los ojos al infinito, que en los escasos 50 m2 que tenía el local, el infinito que trataba de buscar con su imbécil mirada era bastante finito. Iba vestido con un traje que no le sentaba bien, tenía el pelo repeinado hacia atrás con una gomina barata y grasienta, y en su mano derecha sostenía un teléfono de última generación, de esos que sirven para lo mismo que los demás, pero cuestan más de lo que ganamos mi hermosa compañera y yo juntos en un mes. --Hay pocos clientes, este mes está siendo flojo. --Ya Rodrigo, ya sabes… la crisis está haciendo estragos, pero bueno, la gente sigue viniendo aquí en vez de ir a otras copisterías, yo creo que es porque les damos un trato más cercano y siempre somos amables. Puse la sonrisa más falsa que pude. Sabía que este día iba a llegar, él siempre entraba riñendo por esto o por aquello, que si el almacén estaba mal ordenado o que si los bolígrafos de cierta marca tenían que estar más cerca de los clientes… Tonterías al fin y al cabo, porque no tenía ni la más pajolera idea de como funcionaba una copistería, él solo había puesto el dinero y a dos chiquillos a hacerlo rentable. Pero era la primera vez que entraba directo al grano. Uno de los dos campesinos del reino iba a ser degollado para escarmiento del populacho. Y para abaratar costes, de paso.
--No puedo pagar dos sueldos cuando aquí sobra con uno
--Rodrigo, aquí no sobra nadie, hay veces que los dos nos vemos apurados, sobretodo en los recreos cuando vienen todos los alumnos del instituto de enfrente a copiarse los trabajos unos a otros
--¿Vas a decirme a mi como tengo que llevar mi negocio?
--No no, solo digo que… --En mi intento por apaciguar el ambiente, no me di cuenta de que mi fiel compañera le hacía señas desde el fondo del establecimiento.
--Espera aquí, que aún no hemos acabado Seguí trabajando como el pelele que era, imprimiendo un trabajo que no era digno de ser leído por nadie que tuviera la capacidad de saber que la “m” y la “a” es “ma” y generándole dinero a un jefe déspota, malcriado y maleducado. Me pareció muy significativo que se atascara la fotocopiadora en la página 1865, pues fue el año de la abolición de la esclavitud en EEUU, y aquél compendio de sinsentidos seguía diciendo estupideces sobre los esclavos norteamericanos. Al leer que llamaba “raza” a un ser humano con distinto color de piel, no sé si fue mi indignación o la justicia divina, pero sonó un ¡¡CRACK!! que retumbaron hasta los cuadros de propaganda de Canon.
Abrí la máquina y vi el problema…el problema era que no tenía ni la más remota idea de como arreglarla. Le pegué una patada, método infalible, y no arrancó. La miré, puse los brazos en jarra y solté un par de tacos, y ni siquiera eso consiguió echarla a andar. Así que fui al almacén a buscar a mi querida compañera de trabajo, quizá ella supiera qué hacer en esos casos. Me la encontré arrodillada frente al dueño y señor del Reino de la fotocopia, suplicando por no ser despedida, mirándole a la cara al jefe con lágrimas en los ojos y con las manos en posición de rezo. Pero de su boca no salían plegarias. De aquellos labios que tantas veces imaginé besar no salía ningún sonido. Solo entraba un pene blandengue y pequeñito.
Joder tío, la tía que te gustaba estaba chupándosela a tu jefe ¿Y tu vas y miras si estaba empalmado? Joder tío, estás chiflado tío.
Estoy loquísimo, de otra manera no estaría aquí contándote todo esto. ¿Sigo hablando o cambio de asiento?
Jajajajaja, joder tío, como si pudieras cambiar de sitio ahora mismo… Vaya manera más jodida de echarte a la calle…¿Te echó a ti, no tío?
Esa misma noche me fui a celebrar con mis amigos mi nueva situación de parado. Me traía sin cuidado si me iba a quedar algún tipo de paga por los dos años trabajados, sin llegar tarde ni un día y tratando de mantener a flote aquél barco dejado de las mareas de la tinta. No me importaba nada, solo que había mil bares abiertos y unos cuantos euros resonando en mis bolsillos dispuestos a ser bebidos. Me gustaría poder decir lo que pasó aquella noche, pero lamentablemente, solo me acuerdo de lo que pasó al final.
Hicimos de todo, hablamos con todas las chicas, gastamos mil y una bromas estúpidas, pero al final, con lo que te quedas, es con lo importante. Cuando me vi solo, después de una noche tan inolvidable como olvidable, me percaté de que estaba REALMENTE solo.
Hay veces que necesitas ver que nadie cabalga contigo para darte cuenta de que dejaste el caballo atrás. Intentando arrastrar esa maldita soledad bajo mis pies en dirección a casa, una vez más, ví a un caballero muy bien trajeado gritándole obscenidades a una mujer embutida en un vestido rojo. Intenté caminar hacia otro lado, pero mis pies decidieron ir hacia donde estaba la mejor ruta, la mejor a mi casa y, casualmente, aquella discusión de enamorados estaba en medio. Crucé de acera para no encontrarme con sus riñas de pareja y, con dos carriles y una glorieta por el medio, no pude dejar de ver cómo él, valiente como pocos, le daba un puñetazo en la cara.
Mis piernas decidieron, sin consultarme, echar a correr hacia los gritos de la damisela en peligro, y me di de bruces contra la viva estampa de Donald Trump. O de Mario Conde. Cuando mis pies calzados con unas botas de segunda mano decidieron pararse, estaba cara a cara con un tipejo asqueroso que se parecía demasiado a mi jefe.
--¡Pégale a un hombre, si eres tan valiente, pedazo de mierda!
Supuse que había sido yo el que dijo aquello, así que ya no había vuelta atrás. Lo agarré de las solapas de su traje, le miré fijamente a los ojos infundiendo todo el odio que tenía acumulado en el cuerpo, que era mucho tras años de tragar basura por muchos frentes, y armé el brazo.
--Vas a pagar por todo, hijo de perra.
Y cuando me sentía el caballero andante, el vengador de mis males y de los de aquella pobre mujer, el desfacedor de entuertos, el prota de la peli, me cayó un guantazo del cielo.
--Con eso no vas a poder tumbarme, marica.
Pero con el siguiente sí. Quise defenderme, incluso quise atacar, que era a lo que había ido allí sin que nadie me llamara. Pero vi mis manos en el suelo y un charco de sangre que sabía que era mía. Las peleas son rápidas, muy rápidas. Da igual que duren diez minutos, si estás dentro de una, te parecen dos segundos, y cuando acaban no sabes explicar qué sucedió. La adrenalina se apodera de tu cerebro y se mueve tu ´yo´ animal, no tu ´yo´ racional. Si es cierto que descendemos del mono, esa pérdida momentánea de nuestra consciencia que tenemos a veces los humanos, es buena prueba de ello.
Levanté la cara del suelo usando la mano derecha, y ese movimiento de perdedor inyectó un dolor espantoso desde el hombro hasta el alma que me recorrió el cuerpo entero y lo paralizó. Había perdido, me había roto la cara un imbécil trajeado que pegaba a las mujeres y me recordaba a mi jefe, le puse el rostro de aquél desconocido a todos mis males para romperlos de un puñetazo, pero el puñetazo me lo llevé yo. Me revolví entre mi propia sangre para intentar evitar el dolor insoportable del hombro y levantarme. Aquel malnacido ya se había ido, a la misma velocidad con la que se iba mi cabeza.
Logré sentarme, pero el mundo se cayó encima de mí golpeándome fuerte, muy fuerte, como nunca.
Todo, absolutamente todo, se me cayó encima. Y el pasado, aquél presente de mierda, y el futuro, pesaban demasiado como para poder soportarlo. Antes de desmayarme sobre mi deshonra, mi desdicha y mi sangre, creí ver la cara de mi madre, enfundada en aquél vestido rojo.
Fundido a negro. Corten y a positivar.