Historia Gente del abismo.

  1. #1
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    Gente del abismo.

    Lo que relato en este volumen me sucedió en el verano de 1902. Descendí al submundo londinense con una actitud mental semejante a la de un explorador. Estaba predispuesto a dejarme convencer por mis propios ojos más que por las enseñanzas de aquellos que nada habían visto, o por las palabras de los que fueron y vieron antes que yo. Es más, adopté un criterio sencillo para medir la vida de aquel submundo. Aquello que estuviera por la vida, por la salud física y espiritual, era bueno; lo que estuviese en contra, hiriera, disminuyera o pervirtiera la vida, era malo.

    El lector comprenderá enseguida que mucho de lo que vi era malo. Sin embargo, no debe olvidarse que la época sobre la que escribo era considerada en Inglaterra como de «buenos tiempos». El hambre y la falta de techo que encontré constituían una situación de miseria crónica que no se superaba ni siquiera en los períodos de mayor prosperidad.

    Un duro invierno siguió a aquel verano. Los parados, en gran número, organizaban manifestaciones, a veces hasta doce al mismo tiempo, y marchaban por las calles de Londres pidiendo pan. Mr. Justin McCarthy, en su artículo en The Independent de Nueva York, en enero de 1903, resume la situación así:

    «Los albergues ya no disponen de espacio donde amontonar a las multitudes hambrientas que durante el día y la noche llaman a sus puertas pidiendo alimento y cobijo. Todas las instituciones caritativas han agotado su capacidad de conseguir alimentos para los hambrientos que llegan desde los sótanos y buhardillas, de las callejuelas y callejones de Londres. Los locales del Ejército de Salvación en varios lugares de Londres se ven asediados todas las noches por hordas de parados hambrientos a los que no se puede proporcionar sustento ni albergue.»

    Se ha insistido en que mi crítica de cómo son las cosas en Inglaterra es demasiado pesimista. Debo decir, de nuevo, que soy el más optimista de los optimistas. Pero contemplo a los hombres más como individuos que como agregados políticos. La sociedad crece, mientras que las maquinarias políticas se caen a trozos y se convierten en cascotes. Por lo que se refiere a los hombres y a las mujeres, a su salud y felicidad, veo para los ingleses un futuro ancho y sonriente. Pero para gran parte de la maquinaria política, que tan mal funciona, no veo más que un montón de cascotes.

    Piedmont, California

  2. #2
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    En ningún lugar de Londres se puede evitar ver la pobreza más abyecta, y a tan sólo cinco minutos de cualquier punto es fácil encontrar un suburbio marginal; pero la zona donde ahora penetraba mi coche era un barrio en el que la miseria parecía inacabable. Las calles estaban pobladas por una raza diferente, nueva para mí, de baja estatura y aspecto vil y alcoholizado. Durante varias millas no vimos otra cosa que ladrillos y mugre, y en cada cruce no había otro panorama que ladrillos y miseria. Aquí y allá se tambaleaba un hombre o una mujer en plena borrachera, y el aire resultaba obsceno por el sonido de peleas y disputas. En el mercado, viejos y viejas temblorosos revolvían los desperdicios arrojados al fango buscando patatas, alubias y verduras podridas, mientras los chiquillos se apiñaban como moscas alrededor de una masa de fruta corrompida, hundiendo sus brazos en una pasta pútrida para extraer pedazos que devoraban al instante.

    En todo el trayecto no vi un solo vehículo, y el mío parecía una aparición llegada de un mundo distinto y mejor, a juzgar por la manera en que los chiquillos corrían detrás y a ambos lados. Por todas partes veía paredes de ladrillo, pavimentos viscosos y calles repletas de gritos; por primera vez en mi vida tuve miedo a la multitud. Era como el miedo al mar; las gentes miserables, una calle tras otra, eran como las olas de un océano, inmenso y maloliente, que me envolvía y amenazaba hundirme en él.

    –Stepney, señor; la estación de Stepney–dijo el cochero.

    Miré alrededor. Desde luego era una estación de ferrocarril; el cochero me había llevado hasta allí porque era el único lugar de aquella selva del que había oído hablar. Farfulló unas palabras ininteligibles, meneó la cabeza y adoptó una expresión triste.

    –Aquí soy un extraño –pudo articular–. Y si no es la estación de Stepney lo que busca, que me ahorquen si sé lo que quiere.
    –Le diré lo que quiero. Siga adelante y busque una tienda donde vendan ropa vieja. Cuando la encuentre no se detenga hasta que haya doblado la siguiente esquina, entonces pare y déjeme bajar.

    Me di cuenta de que no estaba muy seguro de poder cobrar el viaje, pero poco después se arrimó a la acera y me aseguró que había visto la tienda de un ropavejero un poco más atrás.

    –¿Me paga? –suplicó–. Me debe siete con seis.
    –Sí –reí–, pero esta es la última vez que le veo.
    –Seguro que sí, señor, pero yo seré lo último que verá si no me paga –replicó.

  3. #3
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    Bueno.

  4. #4
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    Para estar en el East End, el cuarto que alquilé por seis chelines, es decir, un dólar y medio, por semana, era muy confortable. Desde el punto de vista americano, por el contrario, estaba mal amueblado y era pequeño e incómodo. Al agregar a su escaso mobiliario una mesita para la máquina de escribir, moverme resultó difícil; en el mejor de los casos tenía que deslizarme como un gusano, lo cual requería destreza y presencia de ánimo. Una vez instalado, o mejor dicho, una vez depositadas mis pertenencias, me puse mis harapos y salí a dar una vuelta. Estando fresca en mi cabeza la idea de buscar alojamiento, empecé una concienzuda búsqueda utilizando la hipótesis de que yo era pobre, joven, con esposa y una familia numerosa.

    Mi primer descubrimiento fue que las casas vacías debían ser escasas y estaban muy alejadas unas de otras, tan alejadas que pese a que anduve durante millas en círculos irregulares, siempre debía encontrarme entre dos de ellas. En realidad no topé con una sola casa vacía, prueba concluyente de que la zona estaba "saturada".

    Al ser evidente que siendo pobre, joven y con familia no podía alquilar una casa en esta indeseable área, empecé a buscar cuartos, habitaciones sin amueblar, donde pudiera meter a mi mujer, mis hijos y mis trastos. No había muchos libres, pero encontré, generalmente en singular, pues parece que una sola habitación se considera suficiente para que la familia de un pobre cocine, coma y duerma. Cuando pedía dos habitaciones los propietarios me miraban, imagino, igual que cierto personaje miraba a Oliver Twist cuando pedía más comida.

    No sólo se consideraba un solo cuarto suficiente para un pobre y su familia, sino que a muchas familias que ocupaban un solo cuarto les sobraba tanto espacio que incluso admitían uno o dos inquilinos más. Como los cuartos pueden ser alquilados por tres a seis chelines a la semana, la conclusión lógica sería que un inquilino con buenas referencias que aceptara compartir el cuarto pudiera obtener alojamiento por, digamos, de ocho peniques a un chelín. Incluso podría estar a pensión completa por unos pocos chelines más. Sin embargo no se me ocurrió averiguarlo, un fallo imperdonable por mi parte dado que estaba buscando en base a que tenía una hipotética familia.

    No sólo las casas que investigué carecían de bañera, sino que no la tenía ninguna de las miles de casas que llegué a ver. Bajo estas circunstancias, con mi mujer y los niños y un par de inquilinos soportando el enorme espacio de un solo cuarto, tomar un baño en una tinaja sería algo imposible. Quizás la compensación estriba en el ahorro de jabón, de modo que todo va bien y Dios sigue en los cielos.

    Además, es tan perfecta la forma en que están compensadas todas las cosas de este mundo, que aquí, en East Londres, llueve casi cada día, y, quiérase o no, habíamos de darnos un baño en la calle.

    Ciertamente, la situación sanitaria de los lugares que visité era lamentable. Teniendo en cuenta el rudimentario sistema de alcantarillado, los desagües, los sumideros defectuosos, una pobre ventilación, humedad y fetidez por doquier, iba a exponer velozmente a mi esposa y mis hijos a la difteria, garrotillo, tifus, eripsela, envenenamiento de la sangre, bronquitis, pulmonía y tuberculosis, amén de otras enfermedades semejantes. Desde luego, la tasa de mortalidad era exageradamente elevada. Pero obsérvese de nuevo cómo se compensan las cosas. Lo más racional que puede hacer un hombre pobre con familia numerosa en el East London es sacársela de encima; las condiciones de la zona son tales que hacen el trabajo por él. Por supuesto, existe la posibilidad de que entre tanto esto sucede él muera. En este caso la compensación es menos evidente, pero debe estar ahí, por alguna parte, estoy seguro. Y cuando la descubra demostraré que se trata de una compensación bondadosa y sutil, salvo que todo mi esquema sea falso y esté equivocado.

    Sin embargo, no alquilé ningún cuarto sino que regresé a mi calle, la de Johnny Upright. Después de esforzarme en meter a mi mujer y a mis hijos en todos aquellos cubículos, el ojo de mi mente se había estrechado tanto que me resultó imposible abarcar mi propio cuarto de un vistazo. Su inmensidad era abrumadora. ¿Era posible que fuese éste el cuarto que había alquilado por seis chelines semanales? ¡Imposible! Pero mi patrona, cuando llamó con los nudillos para averiguar si estaba cómodo, despejó mis dudas.

    –Oh, sí señor –dijo contestando una pregunta–. Esta calle es la última. Hace ocho o nueve años todas las calles eran así, y la gente era respetable. Pero los otros han echado a los de nuestra clase. Sólo quedamos los de esta calle. ¡Es horrible, señor!

    Y entonces me explicó el proceso de saturación, a través del cual el valor de los alquileres de un barrio se incrementaba a medida que descendía la categoría del mismo.

    –Verá, señor, los de nuestra clase no estamos acostumbrados a amontonarnos como hacen los otros. Necesitamos más espacio. Los otros, los forasteros y los de condición más baja pueden meter cinco o seis familias en donde nosotros sólo metemos una. De modo que pueden pagar más renta que nosotros. Es horrible, señor, ¡y pensar que hace pocos años este barrio era de lo mejor que había!

    Me quedé mirándola. He aquí una mujer de lo más selecto de la clase trabajadora inglesa, con numerosos signos de refinamiento, que está siendo poco a poco engullida por esa ruidosa y putrefacta marea humana que los poderes empujan desde el centro hacia el este de Londres. Deben construirse bancos, fábricas, hoteles y oficinas, y las pobres gentes de la ciudad son de estirpe nómada, de manera que emigran hacia el este, ola tras ola, y saturan y degradan barrio tras barrio, empujando a los trabajadores que estaban allá hasta los límites de la ciudad, como pioneros, o arrastrándolos al abismo, si aún no a la primera generación, con seguridad a la segunda o a la tercera.

    Sólo es cuestión de meses que la calle de Johnny Upright siga la misma suerte. Y él lo sabe.
    –En un par de años –dice– me vence el contrato. El propietario es de nuestra clase. No ha subido el alquiler de ninguna de las casas que tiene, y esto nos ha permitido quedarnos. Pero cualquier día puede venderlas, o morirse, que para nosotros es lo mismo. La casa se la quedará un criador de dinero, que pondrá una tienda en la parte posterior, donde tengo mi parra, ampliará la casa y alquilará un cuarto por familia. ¡Y entonces Johnny Upright se irá!

    Me imaginé a Johnny Upright, a su buena mujer y a sus hijas, y también a su desgreñada esclava, huyendo hacia el este en la oscuridad, como fantasmas, con la monstruosa ciudad rugiendo en sus talones.

    Pero Johnny Upright no está solo en su huida. Lejos, muy lejos, en los límites de la ciudad viven comerciantes, pequeños empresarios y empleados de cierto nivel. Viven en casitas o en casas pareadas, con pequeños jardines, las habitaciones necesarias y espacio para respirar. Están hinchados de orgullo y ensanchan el pecho cuando contemplan el Abismo del que han escapado, dando gracias a Dios por no ser como los demás. ¡Y es sobre ellos que cae Johnny Upright con la monstruosa ciudad pegada a los talones! Los alquileres se disparan como por arte de magia, los jardines se edifican, las casas aisladas se dividen y subdividen, y la negra noche de Londres cae sobre ellas como una mortaja.

  5. #5
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  6. #6
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    –Oiga, ¿me puede alquilar una habitación?

    Dejé caer estas palabras con desgana, por encima de mi hombro, a una fornida mujer mayor con la que compartía una mesa en una cafetería que estaba cerca de Pool y no lejos de Limehouse.

    –Ajá– contestó secamente, quizás porque mi apariencia no se corresponde con la que exige su casa.

    No dije nada más y consumí en silencio mi loncha de tocino y mi repugnante jarra de té. Tampoco demostró ella interés por mí hasta que llegó el momento de pagar mi cuenta (cuatro peniques), y saqué del bolsillo una moneda de diez chelines. Se produjo entonces el resultado esperado.

    –Ajá, señor –dijo–, tengo un sitio fetén. ¿Vuelve de un viaje?
    –¿Cuánto por una habitación? –inquirí, haciendo caso omiso a su curiosidad.

    Me miró de arriba a abajo con franca sorpresa.

    –No alquilo habitaciones, no se lo hago a mis clientes, así que menos aún a los que están de paso.
    –Entonces tendré que seguir buscando –contesté con evidente disgusto.

    Pero mis diez chelines había despertado su entusiasmo.

    –Puedo alquilarle una buena cama con otros dos –insistió–. Buena gente, respetable, y muy tranquila.
    –Pero yo no quiero dormir con otros dos hombres –objeté.
    –No tiene que hacerlo. Hay tres camas en el cuarto, y no es pequeño.
    –¿Cuánto? –pregunté.
    –Media corona por semana, dos con seis si se queda todo el mes. Le gustarán esos tíos, seguro. Uno trabaja en el almacén, lleva conmigo dos años. Y el otro lleva seis, hace seis y dos meses el sábado que viene. Es tramoyista –continuó–. Un tío serio y honrao, que nunca ha faltao a su trabajo de noche en todo el tiempo que está conmigo. Y le gusta la casa; dice que es la mejor que ha estao. Lo tengo a pensión, igual que a los otros.
    –Supongo que estará ahorrando –insinué inocentemente.
    –¡Por Dios santo, qué va! Y no hay nada mejor por ese precio.

    Pensé en mi inmenso Oeste, con espacio bajo su cielo y aire suficiente para mil Londres; ¡y aquí estaba este hombrecillo, tranquilo y de confianza, que no había faltado a su trabajo ni una sola noche, metido en un cuarto con otros dos hombres, un cuarto por el que pagaba dos dólares y medio al mes, y que era lo mejor que podía encontrar! Y aquí estaba yo, con el poder de mis diez chelines, a punto de ocupar con mis andrajos una cama a su lado. El alma humana es solitaria, pero a veces ha de serlo mucho, como cuando hay tres camas en un cuarto y se admite a cualquiera que lleve diez chelines.

    –¿Cuánto tiempo lleva aquí? –le pregunté.
    –Trece años, señor. ¿No cree que está bien el cuarto?

    Mientras hablaba se movía pensativa por la pequeña cocina en la que guisaba para los huéspedes que estaban a pensión. Cuando entré por primera vez estaba trabajando, y no dejó de hacerlo en toda la conversación. Sin duda era una mujer atareada. "A las cinco y media arriba", "la última en meterse en la cama", "trabajando como una bruta hasta romperme", trece años, y como recompensa cabellos grises, ropas mugrientas, hombros caídos, figura desaliñada, trabajo inacabable en una cafetería loca y ruidosa que daba a una callejuela con apenas diez pies de distancia entre las paredes, y un ambiente portuario feo y asqueroso, por no decir otra cosa.

    –¿Volverá a echarle un vistazo? –me preguntó ansiosa mientras yo iba hacia la puerta.

    Al girarme y contemplarla comprendí la profunda verdad que hay en la vieja y sabia máxima: "La virtud es un premio en sí misma".
    Volví hasta ella.

    –¿Ha hecho vacaciones alguna vez? –pregunté.
    –¡Vacasiones!
    –Un par de días en el campo, aire fresco, un día libre, ya sabe, un descanso.
    –¡Dios bendito! –rió, dejando de trabajar por primera vez–. ¿Vacasiones, eh? ¿Para darme un gusto? ¡Pues estamos bien! ¡Cuidao con los pies! –esto último era una advertencia, porque tropecé con el carcomido umbral.

  7. #7
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    Cerca del muelle de las Indias Occidentales encontré a un joven mirando desconsolado las aguas fangosas. Una gorra de fogonero encasquetada hasta los ojos y sus ropas revelaban sin lugar a dudas que era hombre de mar.

    –Hola, compañero –le saludé, tratando de iniciar una conversación–. ¿Puedes decirme cómo se va a Wapping?

    –¿Has llegado en un barco ganadero? –contestó, descubriendo mi nacionalidad al instante.

    A partir de ahí entramos en una conversación que se prolongó hasta una taberna y un par de pintas de cerveza. Ello aumentó nuestra intimidad, de manera que cuando saqué a la superficie un montón de peniques que en total hacían un chelín (y que era todo mi capital) y aparté seis para la cama y otros seis para cerveza, el marinero propuso generosamente que nos bebiésemos la totalidad del chelín.

    –Mi compañero la lió buena anoche –explicó–. Y la poli lo metió en chirona, así que si quieres puedes compartir mi camastro. ¿Qué dices?

    Dije que sí, y después de que nos hubimos empapado de cerveza hasta gastar el chelín y pasado la noche en la miserable cama de una miserable guarida, le conocí lo suficiente para saber qué clase de persona era. Y, tal como mi experiencia confirmaría después, resultó ser un personaje representativo del amplio sector de la clase trabajadora de Londres que constituía su nivel más bajo.

    Nacido en Londres, su padre había sido fogonero y borracho antes que él. De niño, su hogar fueron las calles y los muelles. Nunca aprendió a leer, y nunca sintió que fuese necesario; era algo, creía, vano e inútil, al menos para un hombre en sus circunstancias.

    Había tenido madre y numerosos y alborotadores hermanos y hermanas, todos amontonados en un par de habitaciones, viviendo con más miseria y menos comida que la que él se procuraba normalmente. En efecto, nunca iba a su casa salvo cuando no tenía suerte consiguiendo alimentos. Pequeños hurtos, mendicidad por calles y muelles, uno o dos viajes por mar sirviendo el rancho, algunos más paleando carbón para llegar a ser fogonero; con eso había alcanzado lo más alto en su vida.

    Mientas transcurría todo esto se había ido forjando una filosofía de la vida fea y repulsiva, pero lógica y sensata desde su punto de vista. Cuando le pregunté para qué vivía, me contestó: "Para empinar el codo." Un viaje por mar (porque un hombre tiene que vivir y conseguir su sustento), luego la paga y al final la gran borrachera. Después, pequeñas borracheras gorreadas en las tabernas a compañeros que aún tuvieran algunas monedas, como yo mismo, y cuando el gorreo no daba más de sí, otro viaje por mar y se repetía el ciclo brutal.

    –¿Y mujeres? –sugerí cuando terminó de proclamar la borrachera como la única finalidad de su vida.

    –¡Las tías! –dejó ruidosamente la jarra en el mostrador y habló con elocuencia–. A mí me han enseñao a alejarme de las tías. No compensan, compa, no compensan. ¿Para qué quiere las tías uno como yo? Dímelo. Tuve mi mami, y ya es suficiente; siempre sacudiendo a los críos y haciendo desgraciao a mi viejo cuando llegaba a casa, que eran muy pocas veces, te lo aseguro. ¿Y por qué? ¡Por culpa de la vieja! Nunca dejó que nadie fuese feliz. Luego están las otras tías. ¿Cómo tratan a un pobre currante con unos pocos chelines en los calzones? Una buena borrachera es lo que tiene en los bolsillos, una buena y larga borrachera, y las tías lo despluman tan deprisa que no le queda ni para un vaso. Lo sé bien. He pasado por eso y sé de qué va. Y te diré, donde hay tías hay problemas... gritos y jaleo, peleas, pinchazos, polis, jueces y un mes de trabajos forzados, y no te dan la paga cuando te sueltan.

    –Pero tener esposa e hijos –insistí–, una casa propia y todo eso. Piénsalo, cuando vuelvas de viaje tendrás a los chiquillos encaramándose en tus rodillas, y tu esposa feliz y sonriente te dará un beso mientras pone la mesa, los niños te besarán cuando se van a la cama, la tetera silbando en el fuego y luego la larga charla sobre lo que has visto, ella contándote todo lo que ha pasado en la casa durante tu ausencia y...

    –¡Soo! –exclamó, dándome un puñetazo afectuoso en el hombro–. ¿A qué juegas? Una tía besándome, y críos en mis rodillas, y la tetera silbando... ¿Todo eso por cuatro libras con diez al mes cuando tienes barco y cuatro veces nada cuando no lo tienes? Yo te diré lo que se tiene con cuatro libras con diez: la parienta buscando camorra, los críos escuálidos, sin carbón que haga silbar la tetera, que al final acaba contra tu cabeza; eso es lo que se tiene. Suficiente para que estés contento de volver al mar. ¡Una parienta! ¿Para qué? ¿Para que te haga desgraciao?
    ¿Críos? Sigue mi consejo, compa, y no tengas. Haz como yo. Me tomo una cerveza cuando quiero, sin una tía y unos mocosos llorando pidiendo pan. Soy feliz, con mi cerveza y compas como tú, un barco cerca y otro viaje por mar. Así que venga, tomemos otra pinta. Cerveza es lo que me hace falta.

  8. #8
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    No es preciso continuar con el discurso de este joven de veintidós años, he indicado suficientemente su filosofía de la vida y las razones económicas que la explican. La palabra "hogar" sólo le hacía pensar en cosas desagradables. Siendo los salarios de su padre, y de otros hombres del mismo estilo, muy bajos, había encontrado razones suficientes para señalar a esposa e hijos como causas de la desgracia masculina. Hedonista inconsciente, absolutamente amoral y materialista, buscaba la mayor felicidad posible para sí mismo, y la había encontrado en la bebida.

    Un joven embrutecido; una ruina prematura; incapacidad física para trabajar como maquinista; el arroyo o el penal; y el fin... Lo veía con tanta claridad como yo, pero no le aterrorizaba. Desde el momento de su nacimiento todas las fuerzas de su alrededor habían contribuido a endurecerle, y veía su miserable e inevitable futuro con una insensibilidad e indiferencia que yo no podía modificar.

    Parecía un sacrilegio malgastar aquella vida, y sin embargo tuve que admitir que tenía razón al no querer casarse ganando sólo cuatro libras con diez en la ciudad de Londres. Como la tenía el tramoyista siendo más feliz viviendo solo en un cuarto compartido con otros dos hombres que amontonando una escuálida familia en un cuarto aún más barato que igualmente tendría que compartir con otros dos hombres.

    Y día a día me convencí de que no sólo es desaconsejable, sino que es un crimen que la gente del Abismo se case. Ellos son los ladrillos que el constructor rechaza. No hay lugar para ellos en la sociedad, pues todas las fuerzas de ésta los rebajan hasta hacerles perecer. En el fondo del Abismo son débiles, estúpidos y necios. Si se reproducen, la vida es tan mísera que por fuerza han de perecer. Los asuntos del mundo transcurren por encima de ellos, y no les interesa participar ni están preparados para hacerlo. Más aún, el mundo no les necesita. Hay muchos, mejor preparados que ellos, aferrados a la empinada ladera y luchando desesperadamente para no volver a resbalar.

    En resumen, el Abismo de Londres es un inmenso matadero. Año tras año, década tras década, la Inglaterra rural envía un torrente de vida fuerte y vigorosa que no sólo no sirve para renovar nada, sino que perece a la tercera generación. Las autoridades competentes afirman que el trabajador londinense de padres y abuelos nacidos en Londres es un ejemplar tan notable que resulta difícil de encontrar.

    Mr. A. C. Pigou ha dicho que los ancianos pobres y la hez que compone ese inframundo constituye el 7,5 por ciento de la población de Londres. Que es lo mismo que decir que el año pasado, y ayer, y hoy, en este mismo instante, 450.000 de esas criaturas están muriendo en el fondo del foso social que llaman «Londres». En cuanto a cómo mueren, tomaré un ejemplo del periódico de esta mañana:

    AUTONEGLIGENCIA
    Ayer el Dr. Wynn Westcott llevó a cabo una investigación en Shoreditch en relación con la muerte de Elizabeth Crews, de 77 años, con domicilio en East Street, Holborn, quien murió el miércoles pasado. Alice Matieson afirmó ser la propietaria de la casa en la que vivía la fallecida. La testigo la vio con vida por última vez el lunes anterior. Vivía sola. Mr. Francis Birch, funcionario de la beneficiencia pública del distrito de Holborn, declaró que la muerta había ocupado el cuarto en cuestión durante treinta y cinco años. Cuando el testigo fue avisado, encontró a la anciana en un estado terrible, y la ambulancia y el cochero tuvieron que ser desinfectados después del traslado. El Dr. Chase Fennell dijo que la muerte fue causada por el envenenamiento de la sangre debido a las llagas, a causa de su autonegligencia y de la inmundicia que la rodeaba, y el jurado dio su veredicto en esos términos.
    Lo más chocante de este pequeño incidente acerca de la muerte de una mujer es la petulante complacencia con que lo consideraron y enjuiciaron las autoridades. Que una anciana de setenta y siete años muriese por AUTONEGLIGENCIA es una forma sumamente optimista de contemplarlo. Haber muerto fue culpa de la mujer, y habiendo establecido su responsabilidad, la sociedad vuelve con satisfacción a sus propios asuntos.

    De este inframundo Mr. Pigou ha dicho: «Bien por falta de fuerza física, o de inteligencia, o de nervio, o de las tres cosas, son trabajadores ineficientes y carentes de voluntad, y en consecuencia son incapaces de mantenerse a sí mismos... A menudo tienen un intelecto tan degradado que no pueden distinguir la mano derecha de la izquierda, o reconocer los números de sus casas; sus cuerpos son débiles y no poseen resistencia, sus inclinaciones están torcidas y casi no saben lo que es la vida familiar».

    Cuatrocientas cincuenta mil personas es mucha gente. El joven fogonero era sólo una de ellas, y le llevó algún tiempo contarme lo poco que tenía que decir. No me gustaría oírles a todos al mismo tiempo. Me pregunto si Dios les oye.

  9. #9
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    Mi primera impresión del East End de Londres fue, como es lógico, superficial. Más tarde empezaron a surgir los detalles, y aquí y allá, en aquel caos miserable, encontré pequeños focos en los que reinaba algo de felicidad: por ejemplo, en algunas casas en calles apartadas donde viven artesanos y en las que existe una elemental vida familiar. Al anochecer se puede ver a los hombres en las puertas de sus viviendas, con la pipa en la boca y chiquillos en las rodillas, las mujeres chismorreando y un ambiente relajado y divertido. Estas gentes están contentas, evidentemente, porque en relación a la miseria que les rodea viven relativamente bien.

    Pero en el mejor de los casos se trata de una felicidad monótona, animal, la satisfacción de la tripa llena. Lo que domina sus vidas es el materialismo. Son estúpidos y torpes, sin imaginación. El Abismo parece destilar una atmósfera de torpor, que les envuelve y atonta. La religión les resbala. El Invisible no les causa ni terror ni arrobo. No tienen conciencia del Invisible; y la tripa llena y la pipa del atardecer, junto con cerveza, es todo lo que le piden, o sueñan pedirle, a la vida.

    Esto no sería tan malo si fuese todo; pero hay más. El torpor satisfecho en el que están inmersos no es más que la mortal inercia que precede a la extinción. No hay progreso, y en ellos no progresar es caer en el Abismo. Es posible que en el transcurso de sus vidas sólo den inicio a la caída, que completarán sus hijos y los hijos de sus hijos. El ser humano siempre obtiene menos de lo que le pide a la vida; y éstos es tan poco lo que le piden que lo que obtienen no puede salvarlos.

    La vida urbana es antinatural para los humanos; pero la vida urbana londinense es tan absolutamente antinatural para el hombre o la mujer trabajadores que no pueden soportarla. Mente y cuerpo se ven minados por incesantes influencias corrosivas. El vigor moral y físico se rompe, y el buen trabajador, recién llegado del campo, se convierte en un mal trabajador en la primera generación urbana; y la segunda generación, vacía de empuje e iniciativa, y de hecho incapaz físicamente para realizar la labor que hicieran sus padres, está ya de lleno en la pendiente que conduce al matadero del Abismo.

    Por lo pronto, el aire que respira, y del que nunca puede escapar, es suficiente para debilitarle mental y físicamente, hasta el punto de que es incapaz de competir con la vida nueva y viril procedente del campo que se apresura hacia Londres dispuesta a destruir y ser destruida.

    Es indiscutible que los chiquillos se convierten en adultos corrompidos, sin virilidad o vigor, una estirpe descuidada, de piernas débiles y estrecha de pecho, que se encoge y cae en la brutal lucha por la vida contra las invasoras hordas del campo. Ferroviarios, carreteros, conductores de autobús, transportistas de maíz y madera, y todos cuantos han de menester vigor físico, son en su mayor parte traídos del campo; en cuanto a la policía metropolitana, la forman unos 12.000 campesinos junto a unos 3.000 londinenses.

    De modo que uno tiene que llegar a la conclusión de que el Abismo es, literalmente, una enorme máquina dedicada a matar hombres, y cuando paso por las callejas apartadas con los artesanos de barrigas llenas sentados en las puertas, siento mayor pena por ellos que por los 450.000 infelices, perdidos y sin esperanza, que agonizan en el fondo del hoyo. Éstos, por lo menos, están ya casi muertos, mientras que aquéllos todavía tienen que pasar por las lentas angustias que se extenderán a lo largo de dos e incluso tres generaciones.

    Y sin embargo, la calidad de la vida es buena. Contiene en ella todas las potencialidades humanas. De darse las condiciones apropiadas, podría subsistir durante siglos y de ella surgirían grandes hombres, héroes y maestros que harían un mundo mejor gracias a haberlo vivido.

    Hablé con una mujer que era muy representativa de esas personas que han sido expulsadas de su calle, apartadas para iniciar la fatal caída hacia el fondo. Su marido era ajustador y miembro del Sindicato de Mecánicos. Resultaba evidente que era un mal mecánico, pues era incapaz de conservar un empleo estable. No tenía ni la energía ni el espíritu emprendedor necesarios para conseguir o mantener un puesto fijo.

    La pareja tenía dos hijas, y los cuatro vivían en un par de agujeros, llamados generosamente "cuartos", por los que pagaban siete chelines semanales. No disponían de cocina, por lo que guisaban en un hornillo de gas. Como carecían de dinero, les era imposible conseguir un suministro ilimitado de gas, pero se les había instalado una maquinita ingeniosa para facilitar que consumieran lo que pudieran pagar: introduciendo un penique en una ranura, el gas fluía, y cuando se había consumido el valor del penique, quedaba cortado el suministro.

    –Un penique se gasta enseguida –explicaba la mujer–, ¡y la comida se queda a medio guisar!

    El hambre había sido la norma durante años. Mes sí mes no, se levantaban de la mesa deseando comer más. Y una vez en la pendiente, la desnutrición crónica es un factor importante en la pérdida de vitalidad y en la aceleración de la caída.

    No obstante, era una trabajadora tenaz. Desde las 4,30 de la mañana hasta la última luz de la tarde se afanaba cosiendo faldas de paño con dos volantes por siete chelines la docena. ¡Faldas de paño con dos volantes por siete chelines la docena! Esto equivale a un dólar setenta y cinco la docena, o a catorce centavos y tres cuartos la falda.

    El marido, para obtener empleo, tenía que pertenecer al sindicato, que le cobraba un chelín y seis peniques a la semana. Cuando había huelgas y tenía la suerte de estar trabajando, debía pagar hasta dieciséis chelines a la caja de resistencia.

    Una de las hijas, la mayor, había trabajado como aprendiza para una modista, cobrando un chelín y seis peniques a la semana (treinta y siete centavos semanales, esto es, cinco centavos diarios). Sin embargo, fue despedida al llegar la temporada baja, pese a que había sido contratada con un salario tan exigüo con la excusa de que debía aún aprender el oficio. Después trabajó en una tienda de bicicletas durante tres años con un sueldo de cinco chelines a la semana y debiendo andar dos millas de ida y otras tantas de vuelta, siendo multada si llegaba tarde.

    Por lo que se refiere al hombre y a la mujer, su suerte estaba ya echada. Habían perdido pie y caían hacia el foso. ¿Pero y las hijas? Viviendo en condiciones pésimas, debilitadas por la desnutrición crónica, corroídas mental, moral y físicamente, ¿qué oportunidad tenían de salir del Abismo en que habían caído?

  10. #10
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    Éramos tres andando por Mile End Road, y uno era un héroe. Un muchacho de talle esbelto, de diecinueve años, tan ligero y frágil que, como Fray Lippo Lippi, podía ser derribado por un golpe de viento. Era un ardiente socialista, lleno de entusiasmo y maduro para el martirio. Peligrosamente, había tomado parte activa, como orador o presidente, en las numerosas reuniones en favor de los boer que han exasperado a la alegre Inglaterra durante estos últimos años. Mientras andábamos me había ido contando algunas cosas: cómo había sido arrojado de parques y tranvías; sus discursos de renovada esperanza mientras un orador tras otro eran golpeados por la iracunda multitud; el asedio en una iglesia en la que buscara refugio con otros tres y donde, bajo una lluvia de proyectiles y cristales rotos, se defendieron de la multitud hasta ser rescatados por una patrulla de la policía; batallas violentas y vertiginosas en escaleras, galerías y balcones; ventanas rotas, escaleras hundidas, salas de conferencias destruidas, y cabezas y huesos rotos... y al final, con un suspiro pesaroso, me miró y dijo:

    –¡Cómo os envidio a los hombres corpulentos y fuertes! Yo soy tan enclenque que poco puedo hacer a la hora de pelear.

    Y yo, que les sacaba hombros y cabeza a mis dos compañeros, recordé mi rudo Oeste y los hombres corpulentos a los que, a mi vez, envidiaba. También pensé, mientras contemplaba a aquel joven esmirriado con corazón de león, que aquel era el tipo de individuo que levanta barricadas y demuestra al mundo que los hombres no han olvidado cómo se muere.

    Pero habló mi otro compañero, un joven de veintiocho años que se ganaba su precaria existencia en un taller de zapatería.

    –Yo estoy fuerte, sí señor –anunció–. No como los otros tíos del taller. Me consideran un macho bien hecho. ¡Peso ciento cuarenta libras!

    Me dio vergüenza decirle que yo pesaba ciento setenta, de manera que me contenté con observarlo atentamente. ¡Pobre tipo contrahecho! Con la piel y el color mustios, el cuerpo retorcido, pecho hundido, hombros vencidos por el trabajo, la cabeza inclinada hacia delante. ¡Sí que era un macho bien hecho!

    –¿Cuánto mides?
    –Más de cinco pies –contestó orgulloso–, y los otros tíos del taller...
    –Enséñame ese taller –le pedí.

    Había siete habitaciones en aquella abominación llamada casa. En seis de ellas, unas veinte personas, de ambos sexos y todas las edades, cocinaban, comían, dormían y trabajaban. La superficie media de los cuartos era de ocho pies por ocho, o tal vez nueve. Entramos en la séptima estancia. Era el taller en el que cinco hombres hacían sudar sus frentes. Tenía una anchura de siete pies y una longitud de ocho, y la mesa en la que trabajaban ocupaba la mayor parte del espacio. En la mesa había cinco hormas; casi no quedaba lugar para que los hombres realizaran su trabajo, pues el resto del cuarto estaba lleno de cartones, cueros, montones de zapatos y los materiales utilizados para adherir los zapatos a las suelas.

    En el cuarto vecino vivía una mujer con seis críos. En otro sucio agujero vivía una viuda con un hijo tísico de dieciséis años que se estaba muriendo. Me dijeron que la mujer vendía dulces por las calles y con frecuencia no conseguía los tres cuartos de leche que su hijo necesitaba cada día. Es más, el chico, débil y casi moribundo, sólo probaba la carne una vez por semana; y la clase y calidad de aquella carne no puede ser imaginada por personas que nunca han visto comer a una piara humana.

    –Su forma de toser da escalofríos –refiriéndose al muchacho–. Le oímos mientras trabajamos, y da escalofríos, lo juro, da escalofríos.

    En las épocas buenas, cuando había exceso de trabajo, el hombre podía ganar hasta treinta chelines a la semana. ¡Siete dólares y medio!
    –Pero esto sólo lo conseguimos los mejores. Y tenemos que trabajar doce, trece y catorce horas diarias, y todo lo deprisa que podemos. ¡Debería ver cómo sudamos! ¡Nos cae a chorro! Si pudiera vernos se quedaría pasmado: las tachuelas salen de nuestras bocas como de una máquina. Míreme la boca.

    Se la miré. Los dientes estaban gastados por el roce constante de las puntas metálicas. Se veían negros y podridos.

    Después de contarme que los trabajadores tenían que conseguirse sus propias herramientas, puntas, cartones, luz y todo lo demás, me quedó claro que sus treinta chelines eran una cantidad exigua.
    –¿Cuánto dura la temporada buena, cuando cobras ese espléndido salario de treinta chelines? –pregunté.

    –Cuatro meses –fue la respuesta; durante el resto del año conseguía entre media y una libra a la semana, que equivale a entre dos dólares y medio y cinco dólares. La semana a la que me refiero ya estaba en su mitad y había ganado cuatro chelines, esto es, un dólar. Y me dio a entender que sus ingresos eran de los más altos en el oficio. Miré por la ventana, que debería haber dado a los patios traseros de las casas vecinas. Pero no había patios traseros, o mejor dicho, estaban ocupados por unos cobertizos habitados. Los tejados de esas chozas estaban cubiertos por una capa de suciedad, en algunos puntos de dos pies de espesor, arrojada desde las ventanas traseras de los pisos superiores. Distinguí raspas de pescado y huesos, desperdicios, harapos pestilentes, botas viejas, vajilla rota, y toda la basura de una pocilga humana.

    –Este es nuestro último año; han comprado máquinas que harán nuestro trabajo-dijo entristecido.-Y ahora, te enseñaré uno de los pulmones de Londres. Estos son los Jardines de Spitalfields –y pronunció con sorna la palabra "jardín".

    A la sombra de Christ's Church, a las tres de la tarde, contemplé un panorama que no deseo volver a ver en mi vida. No hay flores en ese jardín, que es más pequeño que el rosal que tengo en mi casa. Sólo crece hierba, y está rodeado, como todos los parques de Londres, por una valla de hierros puntiagudos para evitar que los que no tienen techo puedan entrar a dormir por las noches.

    Al penetrar en él nos cruzamos con una anciana, de cincuenta o sesenta años, cargada con dos voluminosos fardos. Era una vagabunda, un alma sin hogar, demasiado independiente para encerrar su cuerpo decadente en una institución caritativa. Como el caracol, llevaba su casa a cuestas. Los dos fardos contenían todos sus bienes: vestidos, ropa blanca y sus más entrañables posesiones.

    Recorrimos el sendero de gravilla. En los bancos de ambos lados se acomodaba una masa humana miserable cuya visión hubiera inspirado a Doré manifestaciones de fantasía diabólica, superiores a las habituales suyas. Era un revoltijo de harapos y mugre, de toda clase de espantosas enfermedades de la piel, úlceras abiertas, contusiones, estupidez, indecencia, repelentes monstruosidades y rostros bestiales. Soplaba un viento frío y crudo, y aquellas criaturas se envolvían en sus harapos, en su mayoría durmiendo o intentando dormir. Había una docena de mujeres, cuyas edades iban de los veinte a los setenta años. Junto a ellas, un bebé de unos nueve meses yacía dormido en el banco, sin almohada ni envoltura y sin que nadie le vigilase. Y media docena de hombres dormían muy tiesos, o apoyados los unos en los otros. También una familia, el hijo dormido en los brazos de la madre dormida, y el marido o compañero arreglando torpemente un zapato roto. En otro banco una mujer cortaba con un cuchillo las tiras de sus harapos, y otra, con aguja e hilo, se cosía los desgarrones. Al lado, un hombre sostenía en sus brazos a una mujer dormida. Más allá, otro hombre, con las ropas embarradas, dormía con la cabeza apoyada en el regazo de una mujer no mayor de veinticinco años, que también dormía.

    Lo que más me sorprendía era que durmiesen. ¿Por qué nueve de cada diez estaban dormidos o intentaban dormir? No lo supe hasta más tarde. Hay una ley que establece que los sin techo no podrán dormir de noche. En la acera, junto al pórtico de Christ's Church, donde las columnas de piedra se alzan hacia el cielo de forma solemne, había hileras de hombres que yacían dormidos o amodorrados, demasiado hundidos en su sopor para sentir curiosidad por nosotros.

    –Un pulmón de Londres –exclamé-. No, un absceso, una llaga pútrida.
    –¿Por qué nos has traído aquí? –preguntó el joven y ardiente socialista, con el alma y el estómago revueltos.
    –Estas mujeres –aseguró nuestro guía– se venderían por tres peniques, o dos, o una hogaza de pan duro.
    Lo dijo con expresión divertida.

  11. #11
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    –No lo aguantaré mucho tiempo, no señor –se quejaba a su vecino–. Destrozaré un escaparate, uno muy grande, y me meterán entre rejas catorce días. Entonces tendré dónde dormir y mejor comida que aquí. Aunque echaré de menos mi tabaco –dijo esto último con resignación–. He pasado dos noches al raso – continuó–; la noche pasada me empapé, y no estoy dispuesto a aguantarlo más. Me estoy haciendo viejo y cualquier mañana me encontrarán muerto.

    Se volvió hacia mí con fiereza.
    –No llegues a viejo, muchacho. Bendiciones siendo joven o acabarás como yo. Te lo aseguro. Tengo ochenta y siete años y he servido a mi país como un hombre. Tres galones por buena conducta y la Cruz Victoria, y esto es lo que recibo a cambio. Ojalá estuviera muerto, ojalá lo estuviera.

    Se le humedecieron los ojos, pero antes de que el otro lo consolara se puso a tararear una canción de marineros como si en el mundo no existieran las penas.

    Ante mi insistencia, me contó esta historia mientras esperaba en la cola del albergue, después de pasar dos noches a la intemperie:
    De niño se había alistado en la marina británica, y durante más de dos enganches sirvió bien y fielmente. Nombres, fechas, comandantes, puertos, escaramuzas y batallas brotaban de sus labios como un río inagotable, pero me resulta imposible recordarlos y no podía tomar notas a la puerta de un albergue para pobres. Había estado en lo que él llamaba la Primera guerra de China; se alistó en la Compañía de las Indias Orientales y sirvió diez años en la India; regresó allí, con la armada inglesa, en la época de la insurrección; había tomado parte en las guerras de Birmania y de Crimea; y, además, había luchado y trabajado para la bandera inglesa en casi todo el planeta.

    Y entonces sucedió. Algo casi sin importancia en un principio: tal vez al teniente no le había sentado bien el desayuno; o acaso se acostara tarde la noche anterior; o sus deudas le tenían preocupado; o el comandante le había hablado con brusquedad. Lo cierto es que aquel día el teniente estaba irritable. El marinero, junto con otros, estaba preparando el aparejo de proa.

    No olvidemos que el marinero llevaba cuarenta años en la armada, tenía tres galones por buena conducta y poseía la Cruz Victoria por servicios distinguidos en combate; es decir, que no podía ser un mal marinero. Pero el teniente estaba irritable, le insultó; fue un insulto desagradable. Se refería a la madre del marinero. Cuando yo era pequeño teníamos por norma pelear como demonios si se dedicaba tal insulto a nuestras madres; y en mi país muchos hombres han muerto al insultar con esas palabras a las madres de otros hombres.

    Sea como fuere, el teniente insultó a la madre del marinero. Éste, en aquel momento, tenía en las manos una barra de hierro. Sin dudarlo, golpeó con ella la cabeza del teniente, haciéndolo caer por la borda. Entonces, según palabras del propio marinero:
    –Me di cuenta de lo que había hecho. Conocía las ordenanzas y me dije: "Estás acabado, Jack, muchacho; así es que allá voy". Y salté tras él, decidido a ahogarme con él. Y lo hubiese conseguido de no haber sido porque se nos acercó la barcaza del buque insignia. Al emerger a la superficie yo lo tenía sujeto y le estaba dando de puñetazos. Esto es lo que me perdió. De no haber estado golpeándolo podía haber dicho que, al ver lo que había hecho, salté por la borda para salvarle.

    Hubo consejo de guerra, o como quiera que se llame en la marina. Me recitó la sentencia, letra por letra, como si se la hubiese aprendido de memoria y repetido amargamente muchas veces. Y éste es, en aras de la disciplina y del respeto a oficiales que no siempre son caballeros, el castigo recibido por un hombre culpable de haberse portado con hombría. Ser degradado a marinero raso; perder las pagas que se le debían; privársele del derecho a pensión; renunciar a la Cruz Victoria; ser expulsado de la marina por su carácter (ésta era su mayor ofensa); recibir cincuenta latigazos; y pasar dos años en prisión.

    –Ojalá me hubiese ahogado aquel día, ojalá Dios lo hubiese querido –terminó, al tiempo que la cola avanzaba y doblábamos la esquina.

    Al fin pudimos ver la puerta, por la que los indigentes eran admitidos por grupos. Y entonces me enteré de algo sorprendente: siendo miércoles, ninguno de nosotros podría salir hasta el viernes por la mañana. Y lo que era peor –tomen nota los fumadores–: no se nos permitiría entrar con tabaco. Había que entregarlo en la puerta. A veces, me dijeron, lo devolvían al salir, y otras veces era destruido.

    El viejo guerrero me dio una lección. Abriendo su bolsa, vació el tabaco (una cantidad exigua) en un pedazo de papel. Lo envolvió de cualquier manera y lo escondió en el calcetín. Yo hice lo mismo, ya que cuarenta horas sin tabaco es una prueba demasiado dura para cualquier fumador.

    La cola avanzó una y otra vez y nos fuimos acercando a la puerta, lenta pero inexorablemente. En un momento en el que estuvimos sobre unas rejas, bajo nosotros apareció un individuo al que el viejo marino preguntó:

    –¿Cuántos más caben?
    –Veinticuatro –respondió.

    Miramos con ansiedad hacia delante y contamos. Había treinta y cuatro delante de nosotros. En los consternados rostros que me rodeaban se reflejaba el desencanto. No es nada agradable, cuando se está hambriento y sin blanca, enfrentarse con la perspectiva de pasar la noche en la calle. Pero no perdimos la esperanza, hasta que, cuando todavía nos precedían diez hasta la entrada, el portero nos echó.

    –Completo –fue todo lo que dijo mientras cerraba la puerta.
    Como un rayo, pese a sus ochenta y siete años, el viejo marinero salió disparado con la improbable esperanza de encontrar cobijo en otra parte.

  12. #12
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    Yo me quedé a discutir con otros dos tipos, expertos en alojamientos circunstanciales, sobre dónde era más conveniente dirigirse. Decidieron probar en el albergue de Poplar, a unas tres millas, y hacia allí nos encaminamos.

    Estos dos hombres, rechazados en el albergue de Whitechapel, se dirigían conmigo al de Poplar. No había muchas posibilidades, pensaban, pero aún podíamos confiar en la casualidad. O entrábamos en Poplar o nos quedábamos toda la noche en la calle. Ambos ansiaban una cama, pues confesaban estar "en las últimas".

    Pero, ¡oh, queridas gentes de vida fácil!, hartos de comer bien, con camas blandas y habitaciones ventiladas, ¿cómo os podría hacer comprender lo que sufriríais si tuvieseis que pasar una fatigosa noche en las calles de Londres? Creedme, imaginaríais que han pasado mil siglos antes de que la aurora iluminase el oriente; temblaríais y gritaríais por el dolor de cada uno de vuestros músculos, y os maravillaríais de poder soportar tanto y seguir con vida. Si os sentaseis en un banco y se os cerraran los ojos, un policía os despertaría con la seca orden de "Circule". Podríais descansar en un banco, aunque éstos son escasos y están muy separados entre sí; pero si descanso significa dormir, entonces te encuentras con que hay que "circular", arrastrando vuestro cuerpo agotado por calles interminables. Y si con desesperada astucia buscaseis algún oculto callejón, un oscuro pasaje, y os acostaseis en el suelo, también de allí el omnipresente policía os echaría. Cumple con su obligación. La ley de los poderosos dice que los pobres han de ser echados de un sitio tras otro.

    Pero al llegar el alba, cuando se diese fin a la pesadilla, regresaríais a vuestros hogares donde os repondríais, y hasta el final de vuestros días podríais contar la historia de esa aventura a vuestros embobados amigos. Sería una estupenda historia. Una breve noche de ocho horas se habría convertido en una odisea, y vosotros en Homeros.

    No sucede así con las gentes sin hogar que caminaban conmigo hacia Poplar. Y esa noche había treinta y cinco mil como ellos, hombres y mujeres, en la ciudad de Londres. Por favor, olvidadlo cuando os vayáis a la cama; si vuestra vida es tan amable como se supone, acaso no descansaríais tan bien como de costumbre. Pero para ancianos de sesenta, setenta u ochenta años, mal alimentados, sin un buen bocado que llevarse a la boca, tener que recibir el alba sin haber descansado, y tambalearse durante el día buscando desperdicios afanosamente, con la noche implacable cayendo de nuevo sobre ellos, y hacer lo mismo durante cinco noches y cinco días... Oh, queridas gentes de vida fácil, hartos de manjares, ¿cómo podríais llegar a comprenderlo?

    Paseé por Mile End Road con el Carretero y el Carpintero a mi lado. Mile End Road es una calle ancha que cruza el corazón del este de Londres, y en ella había decenas de miles de personas extrañas. Explico esto para que puedan comprender lo que describiré en el párrafo siguiente. íbamos andando, y yo maldije con ellos, y lo hice como lo haría un granuja americano embarrancado en una tierra extraña y terrible. Y, tal como intentaba hacerles creer, me tomaron por un "hombre de mar" que había gastado su dinero llevando una vida de francachelas, que había perdido sus ropas (algo bastante frecuente en los marineros) y estaba provisionalmente arruinado mientras trataba de encontrar un barco. Esto justificaba mi ignorancia de las costumbres inglesas en general y del alojamiento circunstancial en particular, y mi curiosidad sobre ese asunto.

    Al Carretero le costaba seguir el ritmo de nuestros pasos (me confesó que no había comido nada en todo el día), pero el Carpintero, flaco y hambriento, con el gris y gastado abrigo flotando al viento, se movía con pasos largos y continuos que me recordaban al lobo de las praderas o al coyote. Ambos mantenían los ojos fijos en la acera y, de vez en cuando, uno u otro se inclinaba y recogía algo sin dejar de andar. Creí que recogían colillas, y al principio no presté atención. Pero luego me di cuenta de lo que se trataba.

    Recogían, de la acera fangosa y llena de escupitajos, trozos de piel de naranja y de manzana, restos de uva, y los comían. Rompían con los dientes huesos de ciruela para aprovechar la almendra. Recogían mendrugos de pan del tamaño de un guisante, corazones de manzana tan negros y sucios que no parecían tales, y esas cosas se las llevaban a la boca, las masticaban y las engullían. Y esto sucedía entre las seis y las siete de la tarde, el 20 de agosto del año de gracia de 1902, en el corazón del más grande, más rico y más poderoso imperio que el mundo jamás ha visto.

    Los dos hombres charlaban. No eran estúpidos, sólo un par de viejos. Y, naturalmente, con las entrañas llenas de las porquerías del asfalto, hablaban de revolución. Hablaban como lo harían los anarquistas, los fanáticos y los locos. ¿Y quién les podría culpar por ello? A pesar de mis tres buenas comidas al día, y de la buena cama que podía ocupar cuando quisiera, y de mi filosofía social, y de mi creencia en el lento desarrollo y metamorfosis de las cosas... a pesar de todo ello, insisto, me sentía impulsado a decir sandeces como ellos o sujetar mi lengua. ¡Pobres locos! No son los de su especie los que hacen las revoluciones. Cuando estén muertos y convertidos en polvo, cosa que no tardará en ocurrir, otros dementes hablarán de revolución mientras recogen porquerías de la acera llena de escupitajos en Mile End Road, camino del albergue de Poplar.

  13. #13
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    –Tira de la campanilla –me dijo el Carretero.
    –¡Oh! ¡Oh! –gritaron aterrados–. ¡No tan fuerte!
    Solté el tirador y me miraron con un reproche en los ojos, como si acabara de poner en peligro su posibilidad
    de obtener una cama y tres partes de gachas. No acudió nadie. Por fortuna, la campanilla no funcionaba.
    Me sentí mejor.
    –Aprieta el botón –le dije al Carpintero.
    –No, no, esperemos –se apresuró a contestar.

    De esta situación saqué la conclusión de que el portero de una casa de caridad, que normalmente obtiene
    un salario anual de siete a nueve libras, es un personaje muy fatuo e importante, y no puede ser tratado desconsideradamente por los pobres.

    De manera que esperamos, y cuando la espera empezaba a parecerme excesiva, el Carretero adelantó un dedo tímido y con cautela apretó levemente el timbre. He contemplado a hombres esperando saber si iban a vivir o no; y sus rostros mostraban menos ansiedad que los de mis dos compañeros mientras aguardaban la llegada del portero.

    –Estamos a tope –dijo, y cerró la puerta.

    –Otra noche horrible –murmuró el Carpintero. Bajo la escasa luz, el Carpintero tenía el rostro pálido y
    gris.

    La caridad indiscriminada aumenta el vicio, dicen los filántropos profesionales. Así que decidí actuar como un vicioso.

    –Vamos, coja su cuchillo y sígame –le dije al Carretero, arrastrándolo a un callejón oscuro.

    Me miró asustado e intentó escabullirse. Posiblemente me tomó por un nuevo Jack el Destripador interesado en los ancianos indigentes. O creyó que le estaba induciendo a cometer algún crimen desesperado. Sea lo que fuere, estaba asustado.

    Recordarán que, al inicio de mi aventura, cosí una libra en el sobaco de mi camiseta. Era mi fondo de emergencia, y ahora iba a utilizarlo por primera vez.

    Hasta que hube realizado un número de contorsionista para enseñarle la moneda cosida bajo la camiseta no conseguí que el Carretero me ayudara. Incluso entonces su mano temblaba de tal manera que tuve miedo de que me cortara a mí en vez de las costuras, y me vi obligado a quitarle el cuchillo y hacerlo yo. Salió a la luz la moneda de oro, una fortuna para sus ojos hambrientos, y salimos a paso rápido hacia el café más próximo.

    Tuve que explicarles que yo era simplemente un investigador, un estudioso social que intentaba averiguar cómo vivía la otra mitad de la población. E inmediatamente se cerraron como almejas. Yo no era uno de ellos; mi manera de hablar había cambiado, el tono de mi voz era distinto, en resumen, era un individuo superior, y ellos habían desarrollado una gran conciencia de clase.

    –¿Qué queréis? –les pregunté cuando se acercó el camarero.
    –Dos rebanadas y una taza de té –dijo el Carretero humildemente.
    –Dos rebanadas y una taza de té –dijo también con humildad el Carpintero.

    Detengámonos a considerar la situación. He aquí a dos personas a las que yo había invitado a entrar en el café. Habían visto mi moneda de oro y se daban cuenta de que yo no era un indigente. Uno de ellos sólo había comido en todo el día un bollo de medio penique; el otro no había comido nada. ¡Y sólo pedían dos rebanadas y una taza de té! Cada uno había pedido por valor de dos peniques. Por cierto, la expresión "dos rebanadas" significa dos trozos de pan con mantequilla.

    Su pose de degradante humildad era la misma que habían tomado con el portero del albergue. Pero yo no estaba dispuesto a admitirla. Paso a paso fui pidiéndoles más cosas –huevos, bacon, más huevos, más bacon, más té, más rebanadas, etc.– mientras ellos afirmaban angustiados que no querían más, pero devorándolo todo en cuanto se les ponía delante.

    –Ésta es la primera taza de té que he tomado en dos semanas –dijo el Carretero.
    –Es un té soberbio –arguyó el Carpintero.

    Cada uno se bebió dos pintas, y puedo asegurarles que era malísimo. Su parecido con el té era menor que el que la cerveza barata tiene con el champaña. Era agua sucia, nada parecida al té.

    Fue curioso, tras la primera sorpresa, observar el efecto que les causó la comida. Al principio se sintieron melancólicos y hablaron de las distintas ocasiones en que habían pensado en suicidarse. El Carretero no hacía aún una semana que se había encaramado al pretil de un puente y, mientras miraba el agua, estuvo considerando esa cuestión. El agua, insistió el Carpintero con vehemencia, era un mal asunto. Seguro de que lucharía para no ahogarse. Era más práctica una bala, ¿pero cómo iba conseguir un revólver? Éste era el problema.

    Se fueron animando a medida que se llenaban el cuerpo de té caliente y empezaron a hablar más de sí mismos.

  14. #14
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    Me detuve unos minutos para tratar de escuchar una disputa en el Mile End Waste. Era de noche, y se trataba de trabajadores de la clase más aventajada. Uno de ellos estaba rodeado por el resto, un individuo de unos treinta años, de expresión afable, al que los demás se dirigían con bastante énfasis.

    –¿Pero qué puedes decir de esa inmigración barata? –requería uno de ellos–. ¿Los judíos de Whitechapel, digo, que tratan de rebanarnos el gaznate?

    –No podéis responsabilizarlos –fue la respuesta–. Están aquí para lo mismo que nosotros, tienen que buscarse la vida. El hombre que se ofrece a trabajar más barato que tú y se hace con tu empleo no es el culpable.

    –¿Qué hay entonces de nuestras mujeres y chiquillos? –le insistió el otro.

    –Ahí lo tienes –obtuvo por respuesta–. ¿Qué pasa con la esposa y los chiquillos del hombre que trabaja por menos dinero y te ha quitado el empleo?, ¿eh?... Él está más preocupado en proteger a los suyos que a los tuyos, y no está dispuesto a verlos padecer de hambre. El resultado es que él trabaja por menos dinero y a ti te despiden. Pero no hay que culparlo, pobre diablo. Él no puede hacer nada. Cuando dos hombres andan detrás del mismo empleo los jornales bajan. La culpa la tiene la competencia, no el hombre que rebaja el precio de su trabajo.

    –Pero el jornal no baja cuando hay un sindicato obrero –le objetó ahora.

    –Has vuelto a dar justo en el clavo. El sindicato modera la competencia entre los obreros, pero al mismo tiempo provoca un endurecimiento de las condiciones donde no está establecido. Es precisamente ahí donde entra el trabajo barato de los de Whitechapel. No necesitan ser especialmente hábiles, además no tienen sindicatos, así que entre ellos mismos se rebanan el cuello, y a nosotros, si se tercia, más aún si no pertenecemos a un sindicato fuerte.

    Sin ir más allá en la discusión, aquel hombre de Mile End Waste había puesto de relieve la siguiente evidencia: cuando dos hombres se interersan por el mismo puesto de trabajo, el salario obligatoriamente baja. Si hubiese estudiado más concienzudamente el tema, se habría dado cuenta de que incluso con un sindicato, por ejemplo uno de veinte mil miembros, sería imposible mantener los salarios si otros veinte mil desocupados intentaran derribar los sindicatos. Encontramos un extraordinario ejemplo ahora con el regreso y desbandada de los soldados de África del Sur. Regresan decenas de millares de hombres y se encuentran con que han pasado a las filas del ejército de los desocupados. De modo generalizado en el país se está produciendo un descenso de los salarios, a lo que hay que sumar los conflictos laborales y las huelgas, lo cual supone cierta ventaja para los parados, que no dudan en recoger las herramientas abandonadas por los que se manifiestan.

    Sudor, sueldos de miseria, ejércitos de desocupados e ingentes cantidades de personas sin techo y desamparadas son consecuencias inevitables cuando hay muchos más hombres para trabajar que empleos. Las personas que he podido conocer en las calles, en los clavos y en las espitas, no estaban allí por el deseo de llevar ese tipo de vida, que suele ser considerada como un «muelle flexible». Creo que a través de las penalidades que he descrito dejo suficiente constancia de que su existencia podría tildarse de cualquier cosa menos de «flexible».

    Aquí en Inglaterra, es mucho más soportable trabajar por veinte chelines semanales, y tener así comida y cama, que vagabundear. Aquel que recorre las calles sufre y trabaja más duro, para no obtener nada a cambio. He descrito cómo transcurren sus noches y cómo, empujados por el agotamiento, acuden al albergue en busca de descanso y reposo. Pero el albergue no es nada «flexible». Recolectar cuatro libras de estopa, picar centenares de piedras o tener que llevar a cabo las tareas más repugnantes, para poder recibir una despreciable comida y un miserable cobijo, es un absoluto exceso llevado a cabo por parte de las personas responsables. En cuanto a las autoridades, es puro saqueo. Dan a los hombres por su trabajo mucho menos de lo que les pagan los patronos capitalistas. Si recibieran un sueldo de una empresa privada, podrían aspirar a mejores camas, mejor alimentación, mucho más ánimo y por encima de todo ello, más libertad.

    Como decía, es un abuso del que regenta el. albergue. Y son conscientes de ello, como así lo demuestra el hecho de que rechazan a los que están físicamente exhaustos. ¿Por qué lo hacen? No porque sean trabajadores desalentados. La verdad es otra muy diferente: son vagabundos. En Estados Unidos, el que vagabundea nunca trabaja. Considera que su forma de vida es mucho más plácida que si trabajara. Algo que no ocurre en Inglaterra. Aquí los poderes hacen todo lo posible para que el desánimo cale hondo en el que vagabundea, que ya es, en honor a la verdad, una criatura absolutamente desalentada. Ellos saben que con dos chelines diarios, equivalentes a sólo cincuenta centavos, podrían comprar alimentos para tres copiosas comidas, pagar una cama y aún le quedarían un par de peniques en el bolsillo. Preferirían trabajar por esos dos chelines que la caridad del albergue, porque así no tendrían que trabajar tan duro ni recibirían un trato tan humillante. Pero no podrá ser, hay más hombres dispuestos a realizar un trabajo que trabajo disponible.

    Una situación como la descrita deriva en una criba. En cada una de las ramas de la industria a los menos productivos se los elimina. Este individuo ya no puede ascender, sino descender y continuar descendiendo hasta llegar a un nivel donde se le considere rentable en este entramado industrial. Por lo tanto, los menos eficaces descenderán hasta lo más bajo, al matadero, donde desdichadamente perecerán.

    Una simple ojeada sirve para confirmar que los confinados al puesto más ínfimo están, por regla general, tan hundidos moral y físicamente como los restos de un naufragio. La excepción son los recién llegados, que están en el inicio de ese proceso que les llevará a la ruina. Debemos recordar que todas las fuerzas en este país son por naturaleza destructivas. El vigor de un cuerpo (que ha llegado a ese estado porque su cerebro no es rápido ni está capacitado) se torcerá y retorcerá velozmente hasta deformarse; la mente clara (en esa situación por culpa de su débil cuerpo) se obstruye y se adultera a pasos agigantados. La mortalidad es exorbitante, pero, incluso entonces, la vida se ensaña reservándoles una lenta agonía.

  15. #15
    .orbmeim :olelaraporoF Avatar de Marco Frei
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    Como vemos, el Abismo y los mataderos han sido construidos. En todo el tejido industrial la eliminación se produce de modo constante. Los improductivos son despedidos y enviados a los bajos fondos. La ineficacia se presenta de diversas formas. El mecánico que se muestra desordenado o que no es responsable se irá hundiendo hasta encontrar un lugar reservado para él, pongamos que como trabajador eventual, ocupación irregular donde las haya, que requiere muy poca o ninguna responsabilidad. Aquellos que son lentos y desmañados, que sufren en sus mentes y en sus carnes la flaqueza, o que carecen de vitalidad, tienen como destino caer, a veces rápidamente y otras peldaño tras peldaño, hasta llegar al final. Del mismo modo se verá abocado el trabajador efectivo que deje de serlo a causa de un accidente. Igual que el trabajador que envejece y al que se le entumecen las fuerzas y le falla la memoria, empezará ese terrible descenso sin otra parada posible que el fondo del Abismo y la muerte.

    En última instancia, las datos que se desprenden de las estadísticas de Londres son aterradores. El número de habitantes londinenses representa una séptima parte de la población total del Reino Unido, y en Londres, año tras año, una de cada cuatro personas mayores muere a cargo de la caridad pública, ya sea en albergues, hospitales o asilos. Si nos atenemos al hecho de que las personas de bien no se encuentran con esa suerte de final, queda evidenciado que éste es el fatal destino de uno de cada tres trabajadores.

    Para ejemplificar cómo un buen trabajador puede de repente convertirse en improductivo y lo que entonces le sucede, no me puedo resistir a la tentación de narrar el caso de M’Garry, un hombre de treinta y dos años, habitual del albergue público. El siguiente fragmento es un extracto literal del informe anual del sindicato.

    Yo trabajaba en la fábrica de Sullivan, en Widnes, más conocida como la British Alkali de Trabajos Químicos. Estaba trabajando en una barraca, y tenía que cruzar por el patio. Eran las diez de la noche y ya no había luz. Mientras cruzaba el patio noté que algo me apresaba la pierna y me la estrujaba. Quedé inconsciente; no sé qué ocurrió en uno o dos días. El siguiente domingo por la noche volví en mí y me encontré en el hospital. Le pregunté a la enfermera qué había pasado con mis piernas, me contestó que ambas habían sido amputadas.

    En el patio había una manivela fija, instalada en un agujero en la tierra de 18 pulgadas de longitud, 15 pulgadas de profundidad y otras 15 de ancho. La manivela giraba a tres revoluciones por minuto. No había valla de protección ni nada que la cubriera. Desde mi accidente, lo han inutilizado todo y han cubierto el agujero con una plancha de hierro... Me dieron 25 libras. No como indemnización, sino que tal como me dijeron lo consideraban una obra de caridad. Nueve libras las invertí en una silla de ruedas con la que poder moverme.

    Estaba en mi puesto de trabajo cuando perdí las piernas. Ganaba veinticuatro chelines semanales, algo más que el resto porque me las ingeniaba para hacer varios turnos. Siempre era el elegido para hacer las tareas más duras. Mr. Manton, el administrador, me visitó varias veces en el hospital. Cuando empecé a recuperarme un poco, le pregunté si sería posible encontrarme otro puesto. Me contestó que eso no iba a suponer problema alguno, que la empresa se hacía cargo de lo que me había sucedido. No me faltaría de nada en ningún caso... Pero Mr. Manton dejó de visitarme, y en su última visita me comentó que tenía pensado proponer a la dirección que me dieran cincuenta libras como señal, para que pudiese volver a mi hogar en Irlanda con mis amigos.


    ¡Pobre M’Garry! Recibía un salario superior que sus compañeros porque era ambicioso y hacía turnos extra, cuando el trabajo era más duro era el elegido. De repente sucede el fatal accidente y se ve obligado a acudir al albergue. La única alternativa era regresar a Irlanda y que sus amigos cargaran con él para el resto de su vida. Sobra cualquier comentario.

    Queda claro que la productividad no la determinan los propios trabajadores, sino la demanda de trabajo. Si tres hombres aspiran a un mismo empleo, se hará con él el más eficiente. Los otros dos, no importa lo competentes que sean, se han convertido en ineficaces. Si Alemania, Japón y Estados Unidos absorbieran por completo el mercado mundial del acero, el carbón y los textiles, cientos de miles de obreros ingleses perderían sus trabajos. Algunos emigrarían, pero el resto se abalanzaría sobre las industrias que hubiesen permanecido. Una tremenda sacudida asolaría a los trabajadores llevándolos hasta el límite; cuando se tornara a la normalidad, la cantidad de improductivos en el borde del Abismo habría aumentado en cientos de miles. Desde otro punto de vista, si el trabajo se mantuviera y los obreros fuesen capaces de doblar su productividad, tampoco variaría el número de ineficaces, aunque multiplicaran su competencia siempre habría quien los superara.

    Cuando hay más hombres para trabajar que empleos disponibles, todos los excedentes serán declarados inservibles y su suerte irrevocable será la de sufrir una prolongada y penosa aniquilación.

  16. #16
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    Quisiera dedicar este capítulo final a analizar este Abismo Social desde una perspectiva más amplia y formular ciertas cuestiones a la Civilización para que a través de sus respuestas se pueda justificar su permanencia o, por el contrario, se descalifique. Por ejemplo, ¿la Civilización ha hecho que el hombre sea mejor? «Hombre» en su sentido democrático, en su acepción de hombre medio. La pregunta sería entonces: ¿La Civilización ha hecho que el hombre medio sea mejor?

    Vamos a ver. En Alaska, a orillas del río Yukon, se asienta el pueblo Innuit. Se trata de un pueblo primitivo, que sólo manifiesta tenues espejismos de ese tremendo artificio, la Civilización. Los bienes que acumula cada individuo no superan las dos libras. Cazan y pescan con lanzas y flechas con puntas elaboradas con huesos para conseguir el alimento. Cubren sus cuerpos con cálidas pieles de animales. Siempre disponen de combustible con el que alimentar sus hogueras, de madera para las casas construidas semi–subterráneas, aprovechando el abrigo que les proporciona la tierra en los periodos más gélidos. En verano viven en tiendas de campaña, por las que se cuela la refrescante brisa. Están sanos, fuertes y felices. Su único problema es la comida. Combinan lapsos de abundancia con los de escasez. En las mejores épocas acumulan excedentes; en las peores padecen hambre. Pero la situación nunca es crónica ni llega a afectar a un gran número de personas. Y lo más importante, nunca acumulan deudas.

    En el Reino Unido, en las tierras bañadas por el océano occidental, vive el pueblo inglés. Un pueblo sumamente civilizado. Los bienes que acumula cada individuo ascienden a 300 libras. No cazan ni pescan, sino que consiguen su alimento a través de colosales redes artificiales. Muchos de ellos están privados de techo. La mayoría malviven en agujeros, sin combustible para calentarse y sin ropa que los abrigue. Hay una porción condenada a vivir en el desamparo y duermen al raso bajo el cielo estrellado. Tanto en invierno como en verano se los puede hallar temblando cubiertos por indecentes harapos. Tienen malas y buenas épocas. En las buenas la mayoría se las arregla como puede para encontrar suficiente comida, en los peores ciclos mueren de hambre. Se mueren ahora, se murieron ayer y el año pasado, morirán mañana y el próximo año, por la maldita hambre; ellos, a diferencia de los Innuit, padecen esta situación de forma crónica. Hay 40.000.000 de habitantes, 939 de cada 1.000 muere en la más miserable pobreza, mientras que un ejército formado por 8.000.000, cifra constante, pelea ya sin fuerzas por la falta de alimento al borde del desfallecimiento final. Además, cada recién nacido llega al mundo con una deuda de 22 libras. Todo gracias a ese engendro de nueva creación llamado Deuda Nacional.

    Una comparación justa del Innuit medio y del habitante inglés constata que la vida del primero es menos rigurosa; mientras el Innuit pasa hambre sólo en tiempos difíciles, el inglés la padece constantemente sin importar el signo de los tiempos; ningún Innuit carece de combustible, ropa o cobijo, mientras que el inglés medio está siempre necesitado de estos tres elementos esenciales. Creo que al hilo de esta argumentación conviene reproducir lo que opina un hombre como Huxley. Desde su experiencia como médico en el East End y como científico que ha estudiado a los seres más primarios y salvajes, él concluye: «Si pudiera elegir entre las dos alternativas, preferiría la vida de los salvajes que la de las gentes del cristiano Londres».

    Las comodidades con las que el hombre ha amueblado su vida son producto de su propio esfuerzo. Como la Civilización no ha sido capaz de proporcionar alimentos y una humilde morada al inglés medio, como los que disfruta el Innuit, la pregunta es: ¿Ha logrado la Civilización que el hombre medio aumente su capacidad de producir? Si no es así, entonces la Civilización no puede justificar su vigencia.

    Pero debemos admitir que la respuesta debe ser afirmativa, la Civilización ha conseguido que el hombre sea capaz de aumentar su productividad. Cinco hombres pueden elaborar pan para mil personas. Un único hombre puede confeccionar ropa de algodón para 250 personas, lana para 300 y botas y zapatos para 1.000. A pesar de ello, lo narrado en las páginas de este libro evidencia que millones de ingleses no reciben comida, ropa y calzado. Entonces surge la tercera e inevitable cuestión: Si la Civilización ha logrado aumentar la capacidad productiva del hombre medio, ¿por qué esto no ha beneficiado a todos los hombres medios?

    Solo cabe una respuesta posible: LA MALA ADMLNISTRACIÓN. La Civilización ha conseguido atraer comodidad y nuevos deleites, pero el inglés medio permanece al margen. Si nunca va a ser partícipe, entonces la Civilización no tiene ningún fundamento. No hay razón alguna para que siga perviviendo esa forma artificial de organización social. Pero es imposible que los hombres hayan construido ese colosal artificio para nada. Es una ofensa contra toda razón. Admitir semejante derrota es como aniquilar de un balazo todo el esfuerzo que se ha empleado en el progreso.

    Sólo queda una posible solución, la única. La Civilización está obligada a mejorar las condiciones en las que vive el hombre medio. Aceptada esta premisa nos encontramos ante una cuestión de gestión de negocios; lo que produce beneficios debe mantenerse; lo que no produce ganancias debe eliminarse. O la construcción del Imperio es un buen negocio para Inglaterra o por contra es una absurda pérdida. Si se da la última condición debe abandonarse la empresa. Si proporciona beneficios hay que administrarlos de tal modo que el hombre medio salga ganando.

    Si la encarnizada batalla por la supremacía comercial es rentable hay que proseguir con ella. Pero si es un perjuicio para el trabajador y lo obliga a vivir peor que un salvaje, entonces hay que arrojar por la borda la idea de convertirse en una gran potencia en los mercados exteriores, y la de la preponderancia industrial. Es evidente que si 40.000.000 de personas, gracias a la Civilización, poseen un mayor desarrollo industrial que los Innuit, deberían poder disfrutar de mayores comodidades y calidad de vida.

    Si hay 400.000 señores ingleses «sin ocupación», tal y como aparece en el Censo de 1881, que no aportan nada, deshagámonos de ellos. Que se dediquen a sembrar patatas y a labrar cotos de caza. Si demuestran su capacidad que sigan adelante con su trabajo, pero hagamos que los trabajadores se beneficien por derecho natural de las mismas ventajas que estas gentes improductivas.

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