Antes de dar respuesta a esta pregunta, necesitamos decir algunas palabras más sobre el hambre, la peste y la guerra. La afirmación de que los estamos poniendo bajo control puede parecer a muchos intolerable, extremadamente ingenua o quizá insensible. ¿Qué hay de los miles de millones de personas que consiguen apenas malvivir con menos de dos euros al día? ¿Qué pasa con la actual crisis del sida en África o las guerras que arrasan Siria e Irak? Para abordar estos problemas, dirijamos una mirada más detenida al mundo de principios del siglo XXI, antes de explorar la agenda humana de las próximas décadas.
Empecemos por el hambre, que durante miles de años ha sido el peor enemigo de la humanidad. Hasta fechas recientes, la mayoría de los humanos vivían al borde mismo del umbral biológico de pobreza, por debajo del cual las personas sucumben a la desnutrición y al hambre. Una pequeña equivocación o un golpe de mala suerte podía constituir fácilmente una sentencia de muerte para toda una familia o toda una aldea. Si las lluvias torrenciales destruían nuestra cosecha de trigo o los ladrones se llevaban nuestro rebaño de cabras, nosotros y nuestros seres queridos podíamos morir de hambre. En un plano colectivo, la desgracia o la estupidez resultaban en hambrunas masivas. Cuando una sequía grave afectaba al antiguo Egipto o a la India medieval, no era insólito que pereciera el 5 o el 10 por ciento de la población. Las provisiones escaseaban, el transporte era demasiado lento o caro para importar el alimento necesario y los gobiernos eran demasiado débiles para solucionar el problema.
Si abrimos cualquier libro de historia, es probable que nos encontremos con relatos espantosos de poblaciones famélicas, enloquecidas por el hambre. En abril de 1694, un funcionario francés de la ciudad de Beauvais describía el impacto de la hambruna y de los precios desorbitados de los alimentos, y decía que todo su distrito estaba lleno de «un número infinito de almas pobres, debilitadas por el hambre y la miseria, que mueren de necesidad porque, al no tener trabajo ni ocupación, carecen de dinero para comprar pan. Para seguir con vida y aplacar un poco el hambre, esta pobre gente come cosas impuras tales como gatos y la carne de caballos despellejados y tirados a los montones de estiércol. [Otros consumen] la sangre que mana de vacas y bueyes sacrificados, y las vísceras que los cocineros arrojan a la calle. Otros desdichados comen ortigas y maleza, o raíces y hierbas que antes cuecen».
Escenas similares tenían lugar en toda Francia. El mal tiempo había malogrado las cosechas en todo el reino los dos años anteriores, de modo que en la primavera de 1694 los graneros estaban completamente vacíos. Los ricos cobraban precios exorbitados por cualquier alimento que conseguían acaparar, y los pobres morían en tropel. Unos 2,8 millones de franceses (el 15 por ciento de la población) murieron de hambre entre 1692 y 1694, mientras el Rey Sol, Luis XIV, flirteaba con sus amantes en Versalles. Al año siguiente, 1695, la hambruna golpeó a Estonia y mató a la quinta parte de la población. En 1696 le tocó el turno a Finlandia, donde murió entre un cuarto y un tercio de la población. Escocia padeció una severa hambruna entre 1695 y 1698, y algunos distritos perdieron hasta al 20 por ciento de sus habitantes.
Probablemente, la mayoría de los lectores saben cómo se siente uno cuando no almuerza, cuando ayuna en alguna fiesta religiosa o cuando subsiste unos días con batidos de hortalizas como parte de una nueva dieta milagrosa. Pero ¿cómo se siente uno cuando no ha comido durante días y días y no tiene idea de cuándo conseguirá el siguiente bocado? En la actualidad, la mayor parte de la gente nunca ha vivido este tormento insoportable. Nuestros antepasados, ¡ay!, lo conocieron demasiado bien. Cuando pedían a Dios: «¡Líbranos del hambre!», esto era en lo que pensaban.
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...actualmente, en la mayoría de los países, comer en exceso se ha convertido en un problema mucho peor que el hambre. En el siglo XVIII, al parecer, María Antonieta aconsejó a la muchedumbre que pasaba hambre que si se quedaban sin pan, comieran pasteles. Hoy en día, los pobres siguen este consejo al pie de la letra. Mientras que los ricos residentes de Beverly Hills comen ensalada y tofu al vapor con quinoa, en los suburbios y guetos los pobres se atracan de pastelillos Twinkie, Cheetos, hamburguesas y pizzas. En 2014, más de 2.100 millones de personas tenían sobrepeso, frente a los 850 millones que padecían desnutrición. Se espera que la mitad de la humanidad sea obesa en 2030.[4] En 2010, la suma de las hambrunas y la desnutrición mató a alrededor de un millón de personas, mientras que la obesidad mató a tres millones
En enero de 1918, los soldados que había en las trincheras del norte de Francia empezaron a morir por millares debido a una cepa particularmente virulenta de la gripe, que recibió el nombre de «gripe española». La línea del frente era el punto final de la red de aprovisionamiento global más eficaz que el mundo había conocido hasta entonces. Hombres y municiones fluían a raudales desde Gran Bretaña, Estados Unidos, la India y Australia. Llegaba petróleo desde Oriente Medio, cereales y carne de res desde Argentina, caucho desde Malaya y cobre desde el Congo. A cambio, todos contrajeron la gripe española. En pocos meses, cerca de 500 millones de personas (un tercio de la población global) estaban afectados por el virus. En la India, este mató al 5 por ciento de la población (15 millones de personas). En la isla de Tahití, murió el 14 por ciento. En Samoa, el 20 por ciento. En las minas de cobre del Congo, pereció uno de cada cinco trabajadores. En total, la pandemia mató a entre 50 y 100 millones de personas en menos de un año. La Primera Guerra Mundial mató a 40 millones entre 1914 y 1918
La tercera buena noticia es que también las guerras están desapareciendo. A lo largo de la historia, la mayoría de los humanos asumían la guerra como algo natural,
mientras que la paz era un estado temporal y precario. Las relaciones internacionales estaban regidas por la ley de la selva, según la cual incluso si dos sistemas de gobierno convivían en paz, la guerra siempre era una opción. Por ejemplo, aunque Alemania y Francia estaban en paz en 1913, todo el mundo sabía que podían agredirse mutuamente en 1914. Cuando políticos, generales, empresarios y ciudadanos de a pie hacían planes para el futuro, siempre dejaban un margen para la guerra. Desde la Edad de Piedra a la era del vapor, y desde el Ártico al Sahara, toda persona en la Tierra sabía que en cualquier momento los vecinos podían invadir su territorio, derrotar a su ejército, masacrar a su gente y ocupar sus tierras.
Durante la segunda mitad del siglo XX, finalmente se quebrantó esta ley de la selva, si acaso no se revocó. En la mayoría de las regiones, las guerras se volvieron más infrecuentes que nunca. Mientras que en las sociedades agrícolas antiguas la violencia humana causaba alrededor del 15 por ciento de todas las muertes, durante el siglo XX la violencia causó solo el 5 por ciento, y en el inicio del siglo XXI está siendo responsable de alrededor del 1 por ciento de la mortalidad global. En 2012 murieron en todo el mundo unos 56 millones de personas, 620.000 a consecuencia de la violencia humana (la guerra acabó con la vida de 120.000 personas, y el crimen, con la de otras 500.000). En cambio, 800.000 se suicidaron y 1,5 millones murieron de diabetes. El azúcar es ahora más peligroso que la pólvora.
Más importante aún es que un segmento creciente de la humanidad ha llegado a considerar la guerra simplemente inconcebible. Por primera vez en la historia, cuando gobiernos, empresas e individuos contemplan su futuro nmediato, muchos no piensan en la guerra como un acontecimiento probable. Las armas nucleares han transformado la guerra entre superpoderes en un acto demente de suicidio colectivo, y por lo tanto han obligado a las naciones más poderosas de la Tierra a encontrar vías alternativas y pacíficas para resolver los conflictos. Simultáneamente, la economía global se ha transformado de una economía basada en lo material a una economía basada en el conocimiento. En épocas anteriores, las principales fuentes de riqueza eran los activos materiales, tales como minas de oro, campos de trigo y pozos de petróleo. Hoy en día, la principal fuente de riqueza es el conocimiento. Y aunque se pueden conquistar campos petrolíferos por medio de la guerra, no es posible adquirir el conocimiento de esta manera. De modo que a medida que el conocimiento se convertía en el recurso económico más importante, la rentabilidad de la guerra se reducía, y las guerras quedaban cada vez más restringidas a aquellas partes del mundo (como Oriente Medio y África Central) en que las economías son todavía economías anticuadas basadas en lo material.
En 1998, para Ruanda tenía sentido apoderarse de las ricas minas de coltán del vecino Congo y saquearlas, porque había gran demanda de este mineral para la fabricación de teléfonos móviles y de ordenadores portátiles, y el Congo disponía del 80 por ciento de las reservas mundiales de coltán. Ruanda obtuvo 240 millones de dólares anuales por el coltán saqueado. Para la pobre Ruanda, era mucho dinero. En cambio, no habría tenido sentido que China invadiera California y se apoderara de Silicon Valley, porque, aunque los chinos hubiesen vencido en el campo de batalla, allí no había minas de silicio que saquear. En cambio, los chinos han ganado miles de millones de dólares al cooperar con gigantes de la alta tecnología como Apple y Microsoft, comprar sus programas y fabricar sus productos. Lo que Ruanda ganó en un año entero de saqueo del coltán congoleño, los chinos lo ganan en un único día de comercio pacífico.
De la misma manera que, en un inicio, las armas nucleares hicieron posible la Nueva
Paz, logros tecnológicos futuros podrían preparar el camino para nuevos tipos de guerra. En particular, la cibercontienda puede desestabilizar el mundo al proporcionar incluso a países pequeños y a actores no estatales la capacidad de luchar eficazmente contra superpotencias. Cuando Estados Unidos luchó contra Irak en 2003, causó devastación en Bagdad y Mosul, pero no se lanzó ni una sola bomba sobre Los Ángeles o Chicago. Sin embargo, en el futuro, un país como Corea del Norte o Irán podría utilizar bombas lógicas para que la energía dejara de funcionar
en California, hacer estallar refinerías en Texas y provocar una colisión de trenes en Michigan (las «bombas lógicas» son códigos de programación maliciosos que se insertan en tiempo de paz y se operan a distancia; es muy probable que las redes que controlan instalaciones de infraestructura vitales en Estados Unidos y en muchos
otros países ya estén llenos de tales códigos).
Sin embargo, no debemos confundir la capacidad con la motivación. Aunque la cibercontienda introduce nuevos medios de destrucción, no añade necesariamente nuevos incentivos para usarlos. A lo largo de los últimos setenta años, la humanidad ha quebrantado no solo la ley de la selva, sino también la ley de Chéjov. Es sabido que Antón Chéjov dijo que una pistola que aparezca en el primer acto de una obra teatral será disparada inevitablemente en el tercero. A lo largo de la historia, si reyes y emperadores adquirían algún arma nueva, tarde o temprano se veían tentados a usarla. Sin embargo, desde 1945, la humanidad ha aprendido a resistir esa tentación. La pistola que apareció en el primer acto de la Guerra Fría nunca se disparó. En la actualidad estamos acostumbrados a vivir en un mundo lleno de bombas y misiles que no se han lanzado, y nos hemos convertido en expertos en quebrantar tanto la ley de la selva como la ley de Chéjov. Si estas leyes vuelven a alcanzarnos, será por nuestra culpa, no debido a nuestro destino inevitable.
Entonces ¿qué pasa con el terrorismo? Aunque los gobiernos centrales y los estados poderosos han aprendido a moderarse, los terroristas podrían no mostrar tales escrúpulos a la hora de usar armas nuevas y destructivas. Esta es ciertamente una posibilidad preocupante. Sin embargo, el terrorismo es una estrategia de debilidad que adoptan aquellos que carecen de acceso al poder real. Al menos en el pasado, el terrorismo operó propagando el miedo en lugar de causar daños materiales importantes. Por lo general, los terroristas no tienen la fuerza necesaria para
derrotar a un ejército, ocupar un país o destruir ciudades enteras. Mientras que en 2010 la obesidad y las enfermedades asociadas a ella mataron a cerca de tres millones de personas, los terroristas mataron a un total de 7.697 personas en todo el planeta, la mayoría de ellos en países en vías de desarrollo.