El varón puede observar desde fuera el comportamiento de su
mujer, puede oír lo que dice, ver pero con su mirada de varón- las cosas de que
ella se ocupa, e inferir de determinados signos lo que ella piensa. Pero en todas
esas percepciones e inferencias el varón se rige por su propia escala de valores.
El varón sabe qué haría él, qué pensaría y qué diría puesto en la situación de
ella. Y cuando contempla el resultado de su observación resultado deprimente a
tenor de sus propios criterios-, se ve forzado a concluir que tiene que haber algo
que impide a la mujer hacer lo que él haría gustosamente en su lugar. Pues el
varón se considera medida de todas las cosas, y con razón, si es que hay que
definir al ser humano como un ser capaz de pensamiento abstracto.
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Así, por ejemplo, cuando se da cuenta de que su mujer se pasa tantas o
cuantas horas al día guisando, limpiando la casa y lavando los platos, no
infiere que esas actividades satisfacen a su mujer porque corresponden
idealmente a su nivel espiritual. Piensa que esa cantidad de horas es
precisamente lo que impide a su mujer dedicarse a otras cosas, razón por la
cual se esfuerza por poner a disposición de ella lavadoras automáticas,
aspiradores, platos ya guisados, etc., que le ahorren aquellos trabajos
estúpidos y le permitan tener una vida como la que él mismo sueña para sí.
Pero quedará decepcionado: en vez de empezar una vida espiritual, en
vez de interesarse por la política, la historia o la investigación espacial, la
mujer utiliza el tiempo ganado para cocer bollos, planchar ropa interior,
hacer vainica o -en el caso de las más emprendedoras- adornar los aparatos
sanitarios del cuarto de baño con florecillas de calcomanía.
....
Y sigue esperando. Mas como la mujer no se le acerca por sí misma,
empieza a atraerla a su mundo: propaga la coeducación en la escuela para
presentarle desde niña el estilo de vida del varón. La mete con todos los
pretextos imaginables en sus universidades, para iniciarla en los secretos que ha
descubierto y con la esperanza de que la visión directa infunda en la mujer la
afición a las cosas grandes. Le procura incluso acceso a los más elevados
honores, hasta ahora detentados exclusivamente por él (y en esto abandona
incluso tradiciones que le son sagradas) y la anima a que ejerza su derecho
electoral, para que pueda cambiar según sus ideas el sistema de la
administración del estado, inventado por los varones. (Es posible que el varón
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se prometa incluso la paz por la intervención de la mujer en la política, pues le
atribuye un carisma pacificador.)
El varón cumple tan consecuente y tenazmente su supuesta tarea que no se
da cuenta de lo ridículo que se pone. Ridículo, por supuesto, según los criterios
varoniles, no según los de la mujer: ésta es incapaz de cobrar distancia respecto
de los acontecimientos y, por lo tanto, carece totalmente de sentido del humor.
....
Si el varón se detuviera una vez, aunque sólo fuera una vez, en su ciega
actividad e hiciera balance, tendría que comprobar que sus esfuerzos por
vivificar espiritualmente a la mujer no le han hecho adelantar ni un paso. Que la
mujer, aunque sin duda es cada día más pulida, cuidada y «cultivada», sigue
presentando a su vida reivindicaciones cada vez más elevadas, pero siempre
materiales, nunca espirituales.
Por ejemplo: el modo de pensar del varón, el que enseña en sus
universidades, ¿ha llevado alguna vez a la mujer a desarrollar teorías propias?
Los institutos de investigación masculinos abiertos para las mujeres ¿han sido
jamás utilizados por éstas para investigaciones propias? El varón tendría que
darse cuenta poco a poco de que la mujer no lee esos maravillosos libros que
pone a su disposición en las viriles bibliotecas; de que las fantásticas obras del
arte masculino que enseña a la mujer en los museos no incitan a ésta sino a la
imitación (en el mejor de los casos); de que todos los llamamientos a la
autoliberación de la mujer que el varón intenta dirigirle -a su propio nivel y en
su propio lenguaje- en el teatro y en el cine no tienen para ella más valor que el
de una distracción y nunca -realmente: nunca- la mueven a rebelarse.
Es muy natural que el varón -que considera a .la mujer como igual a él y
tiene que contemplar la estupidez de la vida que ella lleva a su lado- crea que es
él el que la oprime a ella. Pero la memoria concreta no recuerda que la mujer se
haya visto en estas épocas obligada a sumisión alguna a la voluntad del varón.
Al revés: se ha reconocido a la mujer todas las posibilidades de independizarse.
Por lo tanto, si en tanto tiempo no se ha liberado de su «yugo», es que ese yugo
no existe.
El varón ama a la mujer, pero también la desprecia, porque un ser humano
que se pone en marcha por la mañana para conquistar, lleno de energía, mundos
nuevos -cosa, desde luego, que pocas veces consigue, a causa de la necesidad de
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ganarse el pan- desprecia al ser humano que no se propone eso. Y eso es tal vez
lo que más mueve al hombre a preocuparse por el desarrollo espiritual e
intelectual de la mujer: se avergüenza por ella y cree que ella también pasa
vergüenza. Como un gentleman,” querría ayudarla en esa turbación. -
Lo que el varón no sabe es que las mujeres no conocen esa curiosidad, esa
ambición, ese impulso activo que a él le parecen tan naturales. Las mujeres no
intervienen en el mundo de los varones porque no quieren no necesitan ese
mundo. El tipo de independencia que buscan los varones no tiene el menor valor
para las mujeres, porque ellas no se sienten dependientes. La superioridad
intelectual del varón no les impresiona nada, porque no tienen el menor orgullo
en cuestiones de inteligencia.
Las mujeres pueden elegir, y eso es lo que las hace tan infinitamente
superiores a los varones. Cada una de ellas puede elegir entre la forma de vida
de un varón y la forma de vida de una criatura de lujo tonta y parasitaria. Casi
todas ellas optan por la segunda. El varón no tiene esa posibilidad de elegir. Si
las mujeres se sintieran oprimidas por los varones, habrían desarrollado odio o
temor respecto de ellos, como ocurre con los opresores en general. Pero las
mujeres no odian a los varones, ni tampoco los temen. Si los varones las
humillaran con su superior saber, ellas habrían intentado hacerles lo mismo,
pues no carecen de medios para ello. Y si se sintieran privadas de libertad, las
mujeres se habrían liberado finalmente de sus opresores, al menos en esta
favorable constelación de su historia.
En Suiza (uno de los estados más desarrollados del mundo y que hasta hace
poco tiempo no reconocía derecho electoral a las mujeres) un determinado cantón
hizo que las mujeres mismas votaran acerca de la instauración del voto
femenino: la mayoría votó en contra. Los varones suizos se sintieron
angustiados, porque creyeron ver en ese indigno comportamiento de las suizas
el resultado de la secular opresión a que habrían estado sometidas.