La definición aristotélica de democracia que, atravesando toda la historia del pensamiento filosófico político, llega hasta nosotros, podría considerarse acuñada en torno a la técnica de selección de magistrados y representantes, o bien de normas jurídicas o administrativas por el método de las votaciones de un «cuerpo electoral» constituido al efecto. En efecto, el significado filosófico político de esta técnica, habría sido establecido por Aristóteles precisamente mediante la comparación con otras técnicas alternativas, que han sido concebidas en el ámbito de un [16] sistema también ternario de regímenes políticos, cuya exposición crítica constituirá en adelante el núcleo mismo de la doctrina política: monarquía, aristocracia y democracia; con sus tres correlatos patológicos: tiranía, oligarquía y demagogia. No es accidental, por tanto, para la definición de democracia, el formar parte de un sistema conceptual ternario de estructuras políticas alternativas, que se supone que, de un modo u otro, podrían sustituirse, antecediéndose o sucediéndose mutuamente. Más aún, la definición de democracia mediante el concepto del «gobierno de todos» (tous pollous) sólo alcanza un significado «positivo» (dado que el «todos» no puede entenderse en sentido literal) por oposición al gobierno de algunos (oligous), que sería característico de la oligarquía, si los pocos son los ricos, o los más altos –como en Etiopía [diríamos hoy: entre las monarquías europeas]– o los más hermosos; o de la aristocracia, si los pocos son los mejores; o al «gobierno de uno» (ena), propio de la monarquía. Por cierto, Aristóteles utiliza a veces (por ejemplo 1289a) el término república (politeia) para designar a ese gobierno de todos, reservando el término democracia (demokratia) para designar a la perversión de la república que otras veces es nombrada como demagogia (demagogia). Pero no es este el lugar oportuno para entrar en el análisis de este proceder y de su alcance.
Lo que sí nos parece evidente es que la clasificación ternaria de Aristóteles (y, con ella, el concepto mismo de democracia), difícilmente podría interpretarse como una clasificación empírica: ¿cuántos son «todos»? ¿cuántos son «algunos»? ¿y acaso existe siquiera «uno» al margen del grupo del que forma parte? Más plausible es interpretar la clasificación ternaria como derivada de la aplicación de un criterio lógico y, más concretamente, de la lógica de clases, tal como fue tratada por Aristóteles, al exponer su doctrina del silogismo, en sus Primeros analíticos. Porque la triada «todos», «algunos», «uno», que tiene que ver con lo que hoy llamamos cuantificadores, dice relación a los silogismos, en la medida en que estos se estructuran en torno a unos términos, relaciones y operaciones que tienen precisamente la forma de clases (términos «mayor», «menor» y «medio»), vinculadas entre sí por las relaciones de inclusión (en el límite: pertenencia) y por las operaciones de intersección o reunión. Ahora bien: en el silogismo aristotélico, «todos» es la expresión en extensión (por su universalidad) de una conexión entre clases (correlativamente: entre sujetos y predicados) que se supone, intencionalmente al menos, como necesaria, por lo que no admite excepciones («todos los triángulos inscritos diametralmente en la circunferencia, sin excepción, son rectángulos»), mientras que «algunos» es la expresión extensional de una conexión contingente; «uno», en cambio, podrá interpretarse como la expresión intensional de que no existe incompatibilidad de principio en la conexión de referencia («uno» equivaldría a la exclusión de «ninguno»).
Parece, según esto, que tiene sentido preguntarse si cuando Aristóteles definió la democracia por «todos mandan» no habría querido decir también que la democracia tiene que ver con la necesidad (en el contexto, por supuesto, de la sociedad política); si no habría querido decir que la democracia es, no tanto una forma alternativa, sino la estructura misma de la república, la forma en la que todas las sociedades políticas habrían de terminar por desembocar (lo que autorizaría a llamar «república» a las «democracias»). Esta pregunta nos pone ya en el terreno, muy poco empírico, de las ideologías. El paso del «todo» (pan), como cuantificador lógico, al «todos» (como cuantificador político), tiene que ver con el paso de un todo en materia necesaria, a un todo que, [17] tanto si tiene lugar en una resolución por aclamación, como si es sólo aproximativo, tiene que ver con una materia contingente. Desde la perspectiva de una «clase de electores» dada, habría que considerar contingente su asociación con otras clases (de representantes, de programas) propuestas, hasta el punto de que una totalidad estricta de sufragios, sería muy sospechosa, por su improbabilidad estadística. En cualquier caso, la fórmula «todos mandan» es ideológica, en tanto implica redefinir quiénes o cuantos forman el todo y, en primer lugar, cual es la escala de las unidades que han de figurar en el computo como partes de ese todo. La mejor prueba del escaso rigor conceptual con el que trabajan políticos y aún politólogos, analistas y comentaristas en este terreno de las definiciones de la democracia (y no hablamos tanto de definiciones académicas o especulativas, sino concretas o prácticas), la encontramos en el hecho [18] de que ni siquiera suele constituir asunto propio para una «cuestión previa» la de determinar qué categoría de unidades (de partes) son las que hayan de entrar en el juego de un proceso democrático; antes bien, se habla indistintamente de «democracia municipal» (en la que las partes-unidades con derecho a voto son los vecinos), o de «democracia de una comunidad de vecinos» (en donde las partes-unidades son los pisos), o de «democracia de una sociedad anónima» (y aquí las partes-unidades son las acciones) o incluso de la «democracia de una federación de Estados» (con un voto por Estado) o de las «Naciones Unidas» (ante el hecho de que en la ONU algunos Estados mantengan privilegios en las deliberaciones o en las votaciones, o en el derecho de veto, se dirá sencillamente que ese organismo «todavía no ha alcanzado una estructura plenamente democrática»).
Ahora bien: sin duda, en la definición de democracia de Aristóteles se sobrentiende que las partes unidades de la sociedad política democrática son los individuos, los «animales racionales» que constituyen la República; pero este supuesto, aunque parece necesario, no es suficiente. Habrá que eliminar a los niños, a los menores, a los dementes –¿y cuales son las fronteras?–; acaso habrá que excluir a las mujeres, a los metecos (en nuestros días: los emigrantes «ilegales»), a los esclavos, a los analfabetos, o a los que no contribuyen con una renta establecida. ¿Por qué entonces, en lugar de «todos mandan», no escogió Aristóteles el cuantificador «algunos»? Porque «algunos», como cuantificador, dice tanto «pocos» (minorías y, en el límite, uno sólo) como «muchos» (mayorías); salvo que «algunos» se entienda como «cualquiera», seleccionado por sorteo entre un cuerpo de ciudadanos que se suponen iguales. Todo esto sugiere que las mayorías habrían de interpretarse como «aproximaciones al todo», como expresión (la «inmensa mayoría») de «prácticamente la integridad» del todo. La mayoría sería algo así como la sombra de la esencia del todo en el mundo empírico de los fenómenos.
Pero, ¿por qué razón? ¿Por qué no podría ser una minoría la «expresión del todo», a la manera como la «minoría», constituida por el partido de Lenin, se consideró como expresión auténtica de la inmensa mayoría de los proletarios del mundo, de su «vanguardia»? Dicho de otro modo: no son nada evidentes las razones por las cuales se interpretan a las mayorías como «expresión del todo», siendo así que el todo no es una entidad capaz de «autoorganizarse»; tan sólo sus partes pueden proponerse como objetivo la «organización del todo». Pero, ¿por qué este objetivo habrían de poderlo llevar a cabo mejor las minorías que las mayorías? Las razones por las cuales cabría justificar el criterio de las mayorías son muy débiles. Sería ridículo invocar el llamado «principio de desigualdad», según el cual «el todo es mayor que la parte», porque de este principio no se infiere, recíprocamente, que todo lo que es mayor que otra cosa tenga con ella la razón de todo, dado que, por un lado, hay diversos tipos de totalidad y, por otro lado, hay muchos tipos de «mayor que». Hesiodo pudo decir con razón: «¡Insensatos quienes creen que el todo vale mas que una parte suya!» Es cierto que hablar de «autoorganización del todo», como ocurre con frecuencia en el lenguaje de los políticos («la democracia es la autoorganización política de la sociedad», «gracias a la democracia la sociedad se da a sí misma su constitución»), es un modo muy confuso de hablar, por las reflexividades que arrastra. Como hemos dicho, no son las totalidades las que se autoorganizan, puesto que toda autoorganización es un resultado, a lo sumo, de la concatenación de las partes constitutivas. La sociedad política, como totalidad, [19] no es un sujeto capaz de tener una conciencia global autoorganizativa; son, a lo sumo, partes suyas las que podrán proponerse como objetivo esa organización total. Y entonces, ¿por qué ese objetivo podían proponérselo mejor las mayorías que las minorías?
No estamos diciendo, con espíritu elitista, que no puedan las mayorías proponerse como objetivo el todo, el bien común, &c., mejor que las minorías. Estamos diciendo que no son nada evidentes las razones por las cuales las mayorías habrían de representar al «todo» mejor que las minorías. Por eso, la debilidad (ideológica) de la definición de la democracia por la mayoría es muy notable. ¿Y cómo podría no serlo si comenzamos por advertir que el concepto mismo de mayoría es oscuro y confuso, y significa, según los parámetros que se tomen, cosas distintas y contrapuestas? Ante todo, conviene advertir que la interpretación de la mayoría como expresión del todo (o de la voluntad general) suele darse como axiomática; sin duda, actúan implícitamente razones, pero estas, cuando se explicitan, resultan ser muy débiles, tanto las que parecen tener una intencionalidad «racional», como las que tienen una intencionalidad «física».
A veces, en efecto, parece como si los ideólogos de la democracia asumieran el criterio de las mayorías, como expresión de la voluntad general, aplicando el principio «dos ojos ven mejor que uno»; por lo que diez o cien millones de ojos verían mejor que diez o cien ojos: sólo que este principio es totalmente gratuito, salvo que se de por supuesto (incurriendo en círculo vicioso) que él actúa ligado al principio: «la voz del pueblo (de la mayoría) es la voz de Dios», o salvo que se presuponga, también circular y agnósticamente, que puesto que «no hay nada objetivo que ver» fuera de las voluntades mayoritarias, solamente lo que «vean» esas mayorías en su propia voluntad podrá tomarse como expresión de la voluntad general. De hecho, en las democracias realmente existentes se concede muchas veces a las minorías de expertos la capacidad de juzgar mejor que a las mayorías (como ocurre ordinariamente en el terreno del poder judicial, sin perjuicio de la institución del jurado).
Pero otras veces, el criterio de las mayorías, como expresión del todo, encontrará su fundamento, por decirlo así, más que en la razón en la fuerza: las mayorías («el pueblo unido») tiene un poder mayor que las minorías («jamás será vencido»); y no hace falta decir más. Sin embargo, esto no es cierto; muchas veces minorías bien organizadas disponen de un poder de control indiscutible sobre las mayorías, que se ven obligadas, y a veces incluso con aquiescencia de su voluntad, a plegarse a las directrices que le son impuestas. Tan sólo en el terreno prudencial o pragmático puede cobrar algún valor el criterio de la mayor fuerza de las mayorías. Por ejemplo, cuando se contempla la necesidad de rectificar el rumbo, una mayoría descontenta o desesperada puede tener más fuerza en su protesta o en su resistencia pasiva, que la minoría responsable obligada a rectificar; mientras que si la mayoría fue la que marcó el rumbo, a nadie puede hacer responsable, teóricamente al menos, de su fracaso.
Pero, sobre todo, la cuestión estriba en que cuando se discute si las mayorías representan al todo mejor o peor que las minorías, no suele quedar determinado a qué mayorías se refieren los argumentos, por lo que la cuestión podría aquí quedar desplazada del terreno de la confrontación del criterio mayoría/minoría al terreno de la confrontación de diferentes mayorías entre sí. En efecto: ¿se trata de una mayoría aritmética simple, o de una minoría mayoritaria [20] (una minoría que sea la mayor entre todas las restantes minorías)? ¿Y por qué, en una clase estadística, como lo es un cuerpo electoral con distribución normal, no tomamos como mayoría la moda o el modo? ¿Y por qué, entre las mayorías aritméticas, ha de privilegiarse la mayoría «un medio más uno» y no otras mayorías aritméticas, tales como «un medio más dos», «un medio más tres», o las mayorías aritméticas cuantificadas, como puedan serlo las mayorías absolutas de tres cuartos, de cuatro quintos, &c.? Todas estas interpretaciones constituyen, desde luego, expresiones aritméticas del cuantificador lógico «algunos»; pero tan «algunos» son la minoría mayoritaria como la mayoría simple, la mayoría de dos tercios, como la de tres cuartos; lo que significa que estas determinaciones aritméticas del cuantificador lógico «algunos» que utilizó Aristóteles, no son propiamente determinaciones lógicas, sin perjuicio de que algunos autores, siguiendo las huellas de W. Hamilton, como Rensch («Plurality Quantification», en Journal of Symbolic Logic, 27, 1962), pretendan hacer pasar estas determinaciones aritméticas o estadísticas como si fueran cuantificadores lógicos. En el cuantificador «algunos» («por lo menos uno») no cabe distinguir minorías y mayorías; por lo que si se las distingue, es porque, desde un punto de vista lógico, las mayorías están supliendo por «todos» más que por «algunos». La suplencia se reconoce de hecho en el momento en el que se interpretan las decisiones de la mayoría como decisiones «asumidas por el todo», desde el momento en que las minorías derrotadas están dispuestas a acatar el resultado mayoritario (aun cuando tuvieran fuerza para resistirlo). El criterio de la mayoría implica, según esto, el consenso y el acuerdo de todos (consensus omnium, voluntad general).
Ahora bien: lo que ocurre es que el consenso y el acuerdo de la mayoría no se identifican siempre, porque las mayorías no son unívocas. Supuesta la distinción lógica entre consenso y acuerdo, comprobaremos que hay mayorías y minorías, en la línea del consenso, y que hay mayorías y minorías en la línea del acuerdo; y, en ocasiones, ocurre que las mayorías en desacuerdo mantienen consenso en los resultados.
Concluimos: la definición aristotélica de democracia como «gobierno de todos» es ideológica, porque este «todo» debe ser traducido a una mayoría, que es, a su vez, concepto que sólo puede sostenerse doctrinalmente (en cuanto expresión del todo) mediante una serie de convenciones que, o bien piden el principio, o bien son meramente metafísicas; y cuando se intentan traducir al terreno, estrictamente técnico, no siempre son compatibles (mayoría de consenso, mayoría de acuerdo). Un consenso democrático, incluso si es sostenible en múltiples ciclos, no implica acuerdos o armonía entre las partes de una sociedad política, porque el consenso puede reproducirse, por motivos meramente pragmáticos, en un contexto de profunda discordia política, que induce a sospechar la precariedad de un sistema que estaría fundado más en su dependencia de condiciones [26] coyunturales de entorno que en su propia coherencia o fortaleza interna. Otra vez cabría comparar el cuerpo de electores a lo que en la biología de Weissman se llamó el soma, y el acervo connotativo a lo que en esta misma biología se llamó el germen.