Los primeros reyes de los hombres fueron los dioses y su primera
forma de gobierno la teocrática. Los hombres razonaban entonces
como Calígula, y razonaban lógicamente. Es preciso una prolongada
modificación de los sentimientos y de las ideas para poder resolverse a
tener por jefe a un semejante, y sobre todo para lisonjearse estar de de
ello satisfecho.
Del hecho de colocar a Dios como jefe de toda sociedad política,
dedúcese que ha habido tantos dioses como naciones, puesto que no es
posible que dos pueblos extraños y casi siempre enemigos, pudiesen
por mucho tiempo reconocer a un mismo jefe, como no podrían dos
ejércitos que se baten obedecer al mismo general. Así, pues, de las
divisiones nacionales surgió el politeísmo y de éste la intolerancia
teológica y civil que son en resumen una misma, como lo demostraré
más adelante.
La presunción que tuvieron los riegos de reconocer sus dioses en
los de los pueblos bárbaros, provino de la pretensión que también tenían
de considerarse como los soberanos naturales de esos pueblos.
Mas en nuestros días, es erudición bien ridícula, la que pretende establecer
identidad entre los dioses de diversas naciones; como si Moloch,
Saturno y Cronos, pudiesen ser el mismo dios; como si el Baal
de los fenicios, el Zeus de los griegos o el Júpiter de los latinos, pudiesen
ser el mismo; como si pudiesen, en fin, existir algo común a dos
seres fantásticos que llevan nombre diferente.
Si se me preguntase cómo, durante el paganismo, en el que cada
Estado tenía su culto y sus dioses, no había guerras religiosas, respondería
que justamente a causa de tener cada Estado su culto propio como
su gobierno: no hacía distinción entre sus dioses y sus leyes. La
guerra política era a la vez teológica as atribuciones de los dioses estaban
, por decirlo así, determinadas por los límites de las naciones. El
dios de un pueblo no tenía ningún derecho sobre los otros pueblos. Los
dioses de los paganos no eran dioses celosos, y se dividían entre sí el
imperio del mundo. Moisés mismo y el pueblo hebreo aceptaban en
ocasiones esta idea, al hablar del Dios de Israel. Consideraban, es
cierto, como falsos los dioses de los cananeos, pueblos proscritos, consagrados
a la destrucción, y a los cuales debían ellos sustituir; pero
escuchad cómo se expresaban al hablar de las divinidades de los pueblos
vecinos que les estaba prohibido atacar: "La posesión de lo que
pertenece a Charnos, vuestro dios, decía Jeplité a los amonitas, ¿no se
os debe legítimamente? Nosotros poseemos también con igual título
las tierras que nuestro Dios vencedor ha adquirido. Esto me parece
que demuestra una igualdad bien reconocida entre los derechos de
Chamos y los del Dios de Israel.
Pero cuando los judíos sometidos a los reyes de Babilonia y de
Siria se obstinaron en no querer reconocer otro Dios que el suyo, tal
repulsa, considerada como una rebelión contra el vencedor, les atrajo
las persecuciones que registra su historia y de las cuales no existe
ejemplo antes del Cristianismo.49 Estando, pues, cada religión ligada
únicamente a las leyes del Estado que la prescribe, no había otra manera
de convertir a un pueblo sino esclavizándolo, ni existían otros
misioneros que los conquistadores; y como era obligación o ley de los
vencidos cambiar de culto, era preciso vencer antes de hablar de él.
Lejos de combatir los hombres por los dioses, eran éstos, como dice
Homero, los que combatían por aquéllos; cada cual pedía al suyo la
victoria, que le pagaba erigiéndole nuevos altares. Los romanos antes
de tomar una plaza intimaban a sus dioses su abandono, y si dejaron a
los tarentinos los suyos irritados, fue porque los consideraban sometidos
a los de ellos y forzados a rendirles homenajes. Dejaban a los vencidos
sus dioses como sus leyes, imponiéndoles como único tributo
una corona para Júpiter Capitolino.
Por último, habiendo los romanos extendido su culto y sus dioses
con el imperio, y adoptando a menudo los de los vencidos, concediendo
a los unos y a los otros el derecho de ciudadanía, los pueblos
de este vasto imperio se encontraron insensiblemente con multitud de
dioses y de cultos que eran más o menos los mismos en todas partes.
(49 Es absolutamente evidente que la guerra de los focios, llamada guerra sagrada,
no fue una guerra de religión. Su objeto fue castigar los sacrilegios y
no de someter a los incrédulos.)
He allí cómo el paganismo llegó a ser en todo el mundo una y misma
religión.
En tales circunstancias vino Jesucristo a establecer sobre la tierra
un reino espiritual, el que, separando el sistema teológico del político,
hizo que el Estado dejara de ser uno, causando las divisiones intestinas
que no han cesado jamás de agitar a los pueblos cristianos. Esta
nueva idea de un reino del otro mundo, no pudo jamás ser comprendida
por los paganos, y de allí el que mirasen siempre a los cristianos
como verdaderos rebeldes que, bajo el pretexto de una sumisión hipócrita,
sólo buscaban el momento propicio para declararse independientes
y dueños, usurpando hábilmente la autoridad que fingían
respetar a causa de su debilidad. Tal fue el origen de las persecuciones.
Lo que los paganos habían temido llegó al fin. Todo cambió entonces
de aspecto; los humildes cristianos cambiaron de lenguaje, y
pronto se vio que ese pretendido reino del otro mundo se convertía,
bajo un jefe visible, en el más violento despotismo sobre la tierra.
Sin embargo, como siempre ha existido un gobierno y leyes civiles,
ha resultado de este doble poder un conflicto perpetuo de jurisdicción
que ha hecho imposible toda buena política en los Estados cristianos,
sin que, se haya jamás podido saber a quién debe obedecerse, si
al jefe o al sacerdote.
Con todo, muchos pueblos, aun en Europa o en sus alrededores,
han querido conservar o restablecer el antiguo sistema, pero sin éxito:
el espíritu del cristianismo lo ha conquistado todo. El culto sagrado ha
permanecido siempre independiente del soberano y sin conexión necesaria
con el cuerpo del Estado. Mahoma tuvo miras muy sanas; armonizó
bien su sistema político, y mientras la forma de su gobierno
subsistió bajo los califas, sus sucesores, tuvo perfecta unidad. Pero los
árabes, florecientes, letrados, poltrones y cobardes, fueron subyugados
por los bárbaros, comenzando de nuevo la división entre los dos poderes.
Aun cuando sea menos aparente entre los mahometanos que entre
los cristianos, ella existe sin embargo, sobre todo en la secta de Alí,
habiendo Estados como el de Persia, en que no cesa de hacerse sentir.
Entre nosotros, los reyes de Inglaterra se han constituido en jefes
de la Iglesia, al igual que los zares, pero a este título, se han convertido
en ministros antes que en jefes, habiendo adquirido el poder de
sostenerla sin tener el derecho de reformarla: no son legisladores, sino
príncipes. En dondequiera que el clero forma cuerpo50 es el amo y el
legislador en su patria. Existen, pues, dos poderes, dos soberanos, en
Inglaterra como en Rusia lo mismo que en otras partes.
De todos los autores cristianos, el filósofo Hobbes es el único que
ha visto el mal y el remedio, y el único que ha osado proponer reunir
las dos cabezas del águila, para realizar la unidad política sin la cual
jamás Estado ni gobierno alguno será bien constituido. Pero ha debido
ver que el espíritu dominador del cristianismo era incompatible con su
sistema, y que el interés del sacerdote será siempre más fuerte que el
del Estado. No es tanto por lo que hay de horrible y falso cuanto por lo
que tiene de justo y verdadero, que se ha hecho odiosa su política.51
Creo que desarrollando desde este punto de vista los hechos históricos,
se refutan fácilmente las opiniones opuestas de Bayle y de
Warburton, de las cuales, el uno pretende que ninguna religión es útil
al cuerpo político, y el otro sostiene, por el contrario, que el cristianismo
es su más firme sostén. Podría probarse al primero que jamás
Estado alguno fue fundado, sin que la religión le sirviera de base; y al
segundo, que la ley cristiana es en el fondo más perjudicial que útil a
(50 Debe observarse que éstos no constituyen asambleas formales como las de
Francia, que ligan al clero en un cuerpo, como la comunión de las iglesias. La
comunión y la excomunicación son el pacto social del clero, pacto con el cual
será siempre el amo de pueblos y de reyes. Todos los sacerdotes que se asocian
o se comunican, son conciudadanos, aunque sean de países enteramente
opuestos. Esta invención es una obra maestra en política. Nada semejante
existía entre los sacerdotes paganos, por lo cual no formaron jamás cuerpo.
51 Véase, en otras, en una carta de Grotio a su hermano, del 11 de abril de
1643, lo que este sabio aprueba y condena, en su libro De Cive. Es cierto que,
inclinado a la indulgencia, parece perdonar al autor el bien por el mal; pero
no todo el mundo es tan clemente.)
la fuerte constitución del Estado. Para acabar de hacerme entender,
sólo me es necesario precisar algo más las ideas demasiado vagas de
religión que se relacionan con mi tema.
La religión considerada en relación con la sociedad, que es general
o particular, puede dividirse en dos especies: religión del hombre y
religión del ciudadano. La primera sin templos, sin altares, sin ritos,
limitada al culto puramente interior del Dios Supremo y a los deberes
eternos de la moral, es la pura y sencilla religión del Evangelio, el
verdadero teísmo, y que puede llamarse el derecho divino natural. La
otra, inscrita en un solo país, le da dioses, patrones propios y tutelares;
tiene sus dogmas, sus ritos, su culto exterior proscrito por las leyes.
Fuera de la nación que la profesa, todo es para ella infiel, extraño,
bárbaro; no extiende los deberes y los derechos del hombre más allá de
sus altares. Tales han sido todas las religiones de los primeros pueblos,
a las cuales puede darse el nombre de derecho divino civil o positivo.
Hay una tercera especie de religión más extravagante, que dando
a los hombres dos legislaciones, dos jefes y dos patrias, los somete a
deberes contradictorios, impidiéndoles poder ser a la vez devotos y
ciudadanos. Tal es la religión de los lamas, tal la de los japoneses y tal
el cristianismo romano. A ésta puede llamársele la religión de¡ sacerdote.
De ella resulta una especie de derecho mixto e insociable que no
tiene nombre.
Consideradas políticamente estas tres clases de religiones, a todas
se les encuentran sus defectos. La primera es tan evidentemente mala,
que es perder el tiempo divertirse en demostrarlo. Todo lo que rompe
la unidad social no vale nada; todas las instituciones que colocan al
hombre en contradicción consigo mismo, carecen de valor.
La segunda es buena en cuanto reconcilia el culto divino con el
amor a las leyes, y haciendo de la patria el objeto de adoración de los
ciudadanos, les enseña que servir al Estado es servir al dios tutelar. Es
una especie de teocracia, en la cual no debe haber otro pontífice que el
príncipe, ni más sacerdotes que los magistrados. Entonces, morir por
la patria, es alcanzar el martirio; violar las leyes, ser impío; y someter
un culpable a la execración pública, consagrarlo a la cólera de los dioses:
Sacer esto.
Pero es mala en cuanto que, estando fundada en el error y la
mentira, engaña a los hombres, los vuelve crédulos, supersticiosos y
ahoga al verdadero culto de la Divinidad en un vano ceremonial. Es
también mala en cuanto que, llegando a ser exclusiva y tiránica, hace
a un pueblo sanguinario e intolerante, que no respira más que matanza
y carnicería, creyendo consumar una acción santa matando al que
no admite sus dioses. Esto coloca a un pueblo en estado de guerra con
los demás, cosa muy perjudicial para su propia seguridad.
Queda la religión del hombre, o el cristianismo, no el actual, sino
el del Evangelio, que es completamente diferente. Por esta religión
santa, sublime, verdadera, los hombres, hijos del mismo Dios, se reconocen
todos por hermanos, siendo la misma muerte impotente para
disolver los lazos que los une. Mas esta religión, sin relación alguna
particular con el cuerpo político, deja a las leyes la sola fuerza que de
ellas emana sin añadir otra alguna, resultando sin efecto uno de los
grandes vínculos de la sociedad particular. Además, lejos de ligar los
corazones de los ciudadanos al Estado, los separa de él como de todas
las cosas de la tierra. No conozco nada más contrario al espíritu social.
Se nos dice que un pueblo de verdaderos cristianos formará la sociedad
más perfecta que pueda imaginarse. Yo no veo en esta suposición
más que una gran dificultad: la de que una sociedad de verdaderos
cristianos no sería una sociedad de hombres.
Afirmo además que tal sociedad supuesta, no sería, con toda su
perfección, ni la más fuerte ni la más duradera, porque a fuerza de ser
perfecta carecería de unión: su vicio destructor sería su propia perfección.
Cada cual cumpliría sus deberes, el pueblo sería sumiso a las leyes,
los jefes serían justos y moderados, los magistrados íntegros e
incorruptibles, los soldados despreciarían la muerte, no habría vanidad
ni lujo: todo esto sería muy bueno, pero vayamos un poco más
lejos.
El cristianismo es una religión enteramente espiritual, ocupada
únicamente en las cosas del cielo; la patria del cristiano no es de este
mundo. Cumple con su deber, es verdad, pero con una profunda indiferencia
por el buen o el mal éxito de sus desvelos. Con tal de que
no tenga nada que reprocharse, poco le importa que todo vaya bien o
mal aquí abajo. Si el Estado florece, apenas si usa gozar de la felicidad
pública; teme enorgullecerse con la gloria de su país; si el Estado perece,
bendice la mano de Dios que pesa sobre su pueblo.
Para que la sociedad fuese apacible y pacífica y que la armonía se
mantuviese, sería preciso que todos los ciudadanos sin excepción fuesen
igualmente buenos cristianos, porque si desgraciadamente se encuentra
un solo ambicioso, un solo hipócrita, un Catilina, un
Cromwell, éstos harán un buen negocio con sus piadosos compatriotas.
La caridad cristiana no permite pensar mal del prójimo. Desde
que uno haya encontrado por medio de cualquiera astucia el arte de
imponerse y de apoderarse de una parte de la autoridad pública he allí
un hombre constituido en alta dignidad; Dios quiere que se le respete;
si surge un poder cualquiera, Dios ordena que se le obedezca. Si el
depositario de este poder abusa de él, es la vara de Dios que castiga a
sus hijos. Sería un cargo de conciencia expulsar al usurpador: habría
necesidad de turbar la tranquilidad pública, usar de la violencia, verter
sangre, todo lo cual se aviene mal con la dulzura del cristiano. Y después
de todo, ¿qué importa ser libre o siervo en este valle de miserias?
Lo esencial es ir al Paraíso y la resignación es un medio más para
conseguirlo.
Si sobreviniera una guerra internacional, los ciudadanos marcharían
sin pena al combate; nadie pensaría en huir, todos cumplirían con
su deber, pero sin amor a la victoria: sabrían morir mejor que vencer.
Que sean vencedores o vencidos, ¿qué importa? La Providencia, ¿no
mejor que ellos lo que necesitan? ¡Imagínese qué partido puede sacar
Un enemigo impetuoso y apasionado de semejante estoicismo! Poned
frente a frente de ellos a esos pueblos generosos, devorados por el ardiente
amor de la gloria y de la patria; suponed vuestra república cristiana
enfrente de Esparta o de Roma: los piadosos cristianos serían
batidos, despachurrados, destruidos, antes de haber tenido tiempo de
reconocerse, o deberían su salvación al desprecio que sus enemigos
concibieran por ellos. Hermoso juramento el que prestaban los soldados
de Fabio: no juraban vencer o morir, sino volver vencedores, sosteniendo
su juramento jamás los cristianos habrían hecho uno
semejante: habrían creído tentar a Dios.
Pero me engaño al decir república cristiana: cada una de estas
palabras excluye a la otra. El cristianismo no predica más que la esclavitud
y la dependencia. Su espíritu es demasiado favorable a la tiranía
para que no medre de ella siempre. Los verdaderos cristianos
están hechos para ser esclavos; ellos lo saben, pero no se inquietan,
porque esta vida corta y deleznable tiene muy poco valor a sus ojos.
Dícese que las tropas cristianas son excelentes. Y lo niego; que sé
me muestren; no conozco tropas cristianas. Se me citarán las cruzadas,
mas sin disputar sobre su valor, observaré que, lejos de ser cristianos,
esos soldados eran soldados del sacerdote, ciudadanos de la iglesia,
que se batían por su país espiritual. Bien mirado, esto era paganismo
más que otra cosa, es como el cristianismo no establece religión
nacional, toda guerra sagrada es imposible entre los cristianos.
Bajo los emperadores paganos, los soldados cristianos eran valientes;
todos los autores lo aseguran y yo lo creo: era una emulación
de honor con las tropas paganas. Desde que los emperadores fueron
cristianos, dejó de subsistir esta emulación, desapareciendo todo el
valor romano cuando la cruz reemplazó al águila.
Mas, dejando aparte las consideraciones políticas, volvamos al terreno
del derecho y fijemos los principios sobre este importante asunto.
El derecho que el pacto social otorga al soberano sobre los súbditos,
no traspasa, como he dicho ya, los límites de la utilidad pública.52
Los súbditos no deben, por lo tanto, dar cuenta al soberano de sus opiniones
sino cuando éstas importen a la comunidad. Ahora, conviene al
Estado que todo ciudadano profese una religión que le haga amar sus
deberes; pero los dogmas de esta religión no interesan ni al Estado ni
a sus miembros, sino en cuanto se relacionen con la moral y con los
deberes que aquel que la profesa está obligado a cumplir para con los
demás. Cada cual puede tener las opiniones que le plazca, sin que
incumba al soberano conocerlas, porque no es de su competencia la
suerte de los súbditos en la otra vida, con tal de que sean buenos ciudadanos
en ésta.
Existe, pues, una profesión de fe puramente civil, cuyos artículos
deben ser fijados por el soberano, no precisamente como dogmas de
religión, sino como sentimientos de sociabilidad sin los cuales es
imposible ser buen ciudadano ni súbito fiel.53 Sin poder obligar a
nadie a creer en ellos, puede expulsar del Estado a quien quiera que
no los admita o acepte; puede expulsarlo, no como impío, sino como
insociable, como incapaz de amar sinceramente las leyes, la justicia y
de inmolar, en caso necesario, su vida en aras del deber. Si alguno
(52 "En la república, dice el marqués d'Argenson, cada uno es perfectamente
libre en lo que no perjudica a los demás”. He allí el límite invariable; no podría
fijársele con más exactitud. No he podido rehusarme el placer de citar en
ocasiones este manuscrito, desconocido del público, para honrar la memoria
de un hombre ilustre y respetable que conservó hasta en el ministerio el corazón
de un verdadero ciudadano, y miras rectas y sanas para con el gobierno de
su país.
53 César, defendiendo a Catilina, trataba de establecer el dogma de la inmortalidad
del alma. Catón y Cicerón, para refutarlo, no perdieron el tiempo filosofando;
se contentaron con demostrar que el lenguaje de César era de un mal
ciudadano y que anticipaba una doctrina perniciosa para el Estado. En efecto,
de esto era de lo que debía juzgar el Senado de Roma y no de una cuestión de
teología.)
después de haber reconocido públicamente estos dogmas, se conduce
como si no los creyese, castíguesele con la muerte: ha cometido el
mayor de los crímenes, ha mentido delante de las leyes.
Los dogmas de la religión civil deben ser sencillos, en número reducido,
enunciados con precisión, sin explicaciones ni comentarios.
La existencia de la Divinidad poderosa, inteligente, bienhechora, previsora
y providente, la vida futura, la felicidad de los justos, el castigo
de los malvados, la santidad del contrato social y de las leyes: he allí
los dogmas positivos. En cuanto a los negativos los limito a uno solo:
la intolerancia, que forma parte de todos los cultos que hemos excluido.
Los que distinguen la intolerancia civil de la teológica, se
engañan, en mi sentir. Estas dos intolerancias son inseparables. Es
imposible vivir en paz con gentes que se consideran condenadas;
amarlas, sería odiar a Dios que los castiga: es absolutamente necesario
convertirlas o atormentarlas. En donde quiera que la intolerancia
teológica es admitida, es imposible que deje de surtir efectos civiles,54
y tan pronto como los surte, el soberano deja de serlo, aun en lo
(54 El matrimonio, por ejemplo, siendo un contrato civil, tiene efectos civiles,
sin los cuales es hasta imposible que la sociedad subsista. Supongamos, pues,
que el clero llegue a atribuirse exclusivamente el derecho de autorizar este
acto, derecho que debe necesariamente usurparse en toda religión intolerante,
¿no es evidente que haciendo valer en la ocasión precisa la autoridad de la
Iglesia, anulará la del príncipe, que no tendrá más súbditos que los que el
clero quiera darle? Dueño de casar o no a las gentes, según que profesen o no
tal o cual doctrina según que admitan o rechacen tal o cual formulario, y según
su mayor o menor devoción, conduciéndose prudentemente y sosteniéndose,
¿no es claro que dispondrá de las herencias, de los cargos, de los ciudadanos,
del Estado mismo, que no podría subsistir componiéndose sólo de
bastardos? Pero, se dirá, eso es un abuso y se decretará, se secuestrará el poder
temporal. ¡Qué piedad! El clero por poco que tenga, no digo de valor, sino
de buen sentido, dejará hacer continuando impávido; dejará tranquilamente
apelar contra él, aplazar, decretar y secuestrar, terminando por permanecer
siendo el dueño. No es un gran sacrificio, a mi modo de ver, abandonar o
ceder una parte, cuando se está seguro de apoderarse de todo.)
temporal: los sacerdotes conviértense en los dueños; los reyes no son
más que sus funcionarios.
Hoy que no hay ni puede haber religión nacional exclusiva, deben
tolerarse todas aquellas que toleran a las demás, en tanto que sus
dogmas no sean contrarios en nada a los deberes del ciudadano. Pero
el que ose decir: Fuera de la Iglesia no hay salvación, debe ser arrojado
del Estado, a, menos que el Estado sea la Iglesia y el príncipe el
pontífice.
Tal dogma sólo es bueno en un gobierno teocrático; en cualquiera
otro es pernicioso. La razón por la cual se dice que Enrique IV abrazó
la religión romana, debía hacérsela abandonar a todo hombre honrado,
y sobre todo a todo príncipe que se preciara de juicioso.