La jaula del miedo

«La emoción más antigua y más intensa de la humanidad es el miedo, y el más antiguo y más intenso de los miedos es el miedo a lo desconocido.»
─H. P. Lovecraft

«Las masas humanas más peligrosas son aquellas en cuyas venas ha sido inyectado el veneno del miedo... del miedo al cambio».
─Octavio Paz

Recluido en un rincón del salón desde donde escribo, el único contacto con el exterior es el teléfono móvil. A través de mi pantalla observo las imágenes que van sucediéndose en los grupos de amigos y familiares, los cuales, aun silenciados, no cesan en su tarea de incordiar. Veo reuniones nocturnas, cenas nunca antes vistas en pisos minúsculos, en cuyos salones apenas caben las mesas y los comensales y el calor de finales del mes de junio los obliga a posar sudando, con los churretes grasientos en los platos a medio comer y los rostros y brazos cada vez más orondos, puesto que la vida que llevaban hasta hace unos meses, e incluso en mitad de la pandemia, no se ha apartado de sus costumbres de zampar para calmar la ansiedad que dicen sufrir en estos tiempos modernos. Esos mismos que anoche cenaban hasta ponerse como cerdos en un festín familiar, hoy vuelven a reunirse para festejar los cumpleaños atrasados de sus congéneres. La paellera rebosará hasta que los estómagos, saciados a punto de reventar, y los paladares, hastiados de gula, pidan a gritos respirar.

Otras imágenes llegan de discotecas. En lo oscuro apenas importa si se cumplen o no las medidas de seguridad aparente. Importa la música a todo volumen. Importan los vasos a rebosar de brebajes ácidos y estomagantes, que conducen a quien los bebe a la habitación de la embriaguez, justo en frente y a un solo paso de la del vómito. ¿En las caras de los humanos que aparecen en tal sucesión de imágenes? Se dibuja una aparente felicidad. No es la felicidad del orfebre que compone con esmero, esfuerzo y tesón su obra delicada. Tampoco la del poeta que redacta sus versos en la noche oscura hasta dar con las palabras precisas. No es la felicidad del viajero que emprendió su marcha hasta un destino incierto y, a través de los trabajos y los días, termina concluyendo su misión con éxito, y reposa su cansada alma al calor de una hoguera mientras seca su zamarra roída por la lluvia y el viento.

¡No! Es la felicidad del niño rollizo en la cuna que no para de comer golosinas. Es la felicidad del ganapán que corre al término del día a gastar sus monedas en la taberna para calmar su desesperación con largos tragos de ajenjo. Sus rostros reflejan, drogados, la felicidad de lo simple y lo fácil. Una felicidad momentánea y efímera. Y así cada poco tiempo volverán a buscarla, cuando la noten muy lejos, aunque apenas haya habido una semana desde la última vez que se emborracharon hasta caer redondos en un camastro.

Y yo, recluido, amargado, en el fondo de esta sala donde escribo a oscuras porque la luz me molesta, me pregunto cómo es posible que en estos tiempos ni siquiera esa estupidez cese. Es más, me pregunto cómo en estos tiempos esa estupidez va a más, se acentúa y hace que las avenidas de las ciudades se abarroten, que las carreteras se colapsen y que las playas amanezcan pobladas de humanos sedientos de sol, arena y agua salada, bien untados en cremas solares y preparados para no hacer nada en lo que resta de día, de semana, o de mes.

¿Por qué no cesan en su empeño de realizar actividades incompatibles con el bien común en los tiempos de la peste? ¿Por qué la neurosis los invade y pueblan, como cucarachas apareándose en sus nidos, los espacios del exterior que invaden a la misma hora cada año?

Cavilando en el rincón sombrío, observando imágenes e imágenes que lo mismo me causan asombro como repudio, me detengo a mirar sus ojos. Aparto mi vista de sus falsas sonrisas y profundizo en lo amargo de sus ojos. Allí, a simple vista, pero camuflado como el tigre de Bengala entre los troncos de la jungla, lo veo. ¡El miedo! Entonces caigo en la cuenta. ¡La jaula del miedo es más extensa de lo que creía! ¡Pobre de mí! Llego a la conclusión postrera. El miedo no atenaza ni paraliza. Mira como el miedo, el auténtico pavor, los vuelve nerviosos y hace que se muevan. ¡Míralos, necios, empeñados en continuar su normalidad como si nada pasara! ¡Como si no fueran pobres presas en una jaula de oro! ¡Como si delante, debajo, encima o detrás de todos ellos no hubiese una fría dentadura circular que lo rodea todo! ¡Ahí está! ¡En el fondo! ¡Los fríos dientes que se ríen, que anuncian que hay alguien observando, y por eso tú te mueves, por eso corres despavorido, por eso festejas como si el mundo se cabara, por eso bailas mientras enjuagas tu garganta en licores! ¡Por eso veo el miedo! ¡Por eso!