Lo comenté una vez por
aquí. Pero te lo paso igual, si es que te interesa realmente:
¿Qué es ser fascista? En primer lugar, y sobre todo, ser fascista supone superditar al individuo a una idea (que suele tener en un partido a su guardían sagrado) hasta el límite que sea necesario. En tal sentido, todo fascista es, por definición, antiliberal, entendiendo por liberalismo no las estrechas fronteras de una determinada doctrina política, sino la creencia genérica de que el individuo y su libertad han de ser la base de toda relación política y social. La máxima supeditación a una idea (el nacional-socialismo, el nacional-sindicalismo, la supremacía de la raza, etc.) hace que el fascismo sea, además, una ideología que aspire a la toma completa del poder sin alternativas; como ideología antiliberal y antiparlamentaria (de hecho, la mayoría de los fascistas ven en los sistemas de partidos políticos un cáncer social que hay que extirpar), el fascismo propugna, pues, sistemas de partido único o sin partido en los que el derecho al voto o bien es descafeinado, o bien no existe. Siempre ha de existir una organización monopolística que marque el paso de la vida pública; en algunos casos no es estrictamente un partido; por ejemplo, el fascismo español, al ser nacional-sindicalista, lo que propugnaba era el monopolio de la organización sindical y, de hecho, el lema del falangismo radical en los años cuarenta y cincuenta era «Estado sindical»
Es un error identificar siempre el fascismo con la extrema derecha, en el sentido de defensa de los intereses de las derechas, es decir de las clases sociales más pudientes. No pocos fascismos se dotan de tintes obreristas en los cuales el fascista es el auténtico liberador de la clase obrera. En las bases de fusión de Falange Española y las JONS (13 de febrero de 1934) figuran algunos puntos que podrían ser fácilmente suscritos por cualquier radical de izquierdas («Afirmación nacional-sindicalista en un sentido de acción directa revolucionaria»), amén de otros curiosos como la limitación de los mandos de la formación a personas menores de 45 años o la afirmación de «una línea económica revolucionaria que asegure la redención de la población obrera, campesina y de pequeños industriales». Más allá, en el falangismo español hay todo un mito sobre la elección de la camisa azul como uniforme (algunos testimonios hablan de que había bastantes partidarios de la camisa parda, al estilo nazi); aunque yo tiendo más a creer que José Antonio se limitó a copiar a los grupúsculos fascistas portugueses, que ya la usaban, se cuidó mucho de alimentar el mito de que la elección tenía que ver con que dicha camisa se parecía a la de los mecánicos de los talleres, pequeños obreros manuales, pues.
El racismo no es un elemento fundamental del fascismo, aunque suele aparecer. En realidad, la pimienta que suele figurar en todo fascismo es el nacionalismo. Se podría decir que no todo nacionalista es necesariamente un fascista, pero resulta difícil encontrar un fascista que no sea nacionalista. El fascismo, en tanto que ideología que sustenta una idea común supraindividual, genera inmediatamente el concepto de destino común (así lo decían los puntos programáticos de la Falange, que definían a España como una Unidad de Destino en lo Universal) y supremacía. A Mussolini le encantaba leer a Friedich Nietzsche, filósofo alemán que lo mismo vale para un roto marxista que para un descosido brazo en alto; una de las cosas de él que atrae a los fascistas es su afirmación del superhombre, donde quieren ver la confirmación de sus ideas.
La exaltación de lo propio trae prendida la denigración de los otros. La Alemania nazi consideraba escoria a determinadas nacionalidades y razas: judíos, gitanos, polacos... Eran untermenschen, menos que hombres, razón por la cual estaba justificado su asesinato, incluso cuando eran niños. El fascismo nazi comenzó siendo un nacionalismo muy radical que propugnaba el renacimiento de Alemania, fuertemente humillada tras la Gran Guerra, para pasar rápidamente a buscar enemigos (los judíos y otros) y defender, primero su aislamiento (existen no pocos testimonios de que los nazis estudiaron la posibilidad de encerrar a todos los judíos en la isla de Madagascar) y después su exterminio. El asesinato masivo de judíos, gitanos, alemanes izquierdistas y no pocos homosexuales fue posible por algo que hoy se ve con otros ojos: la eutanasia. De hecho, Hitler es probablemente el primer gobernante que apoyó decididamente la eutanasia, aunque a su fascista manera. La eutanasia hitleriana, repugnantemente aplaudida por la clase médica alemana propugnaba la eliminación de los arios defectuosos. Puesto que la raza aria había de ser perfecta y dominar el mundo, era necesario hacer una selección de la misma eliminando las malas hierbas. Así pues, antes que a los judíos, la Alemania nazi gaseó a unos 40.000 esquizofrénicos, paranoides y oligofrénicos, y a otros los esterilizó para que no pudiesen reproducirse.
El paroxismo nazi llegó hasta tal punto que hubo médicos que acariciaron la idea de ayudar a construir la supremacía aria mediante la reducción del periodo de gestación; si conseguían que la mujer concibiese en menos de nueve meses, la capacidad de generar arios se multiplicaría. En sus experimentos, casi siempre carentes de base científica, utilizaron normalmente mujeres prisioneras, a menudo judías, a las que radiaron los ovarios en interminables sesiones hasta dejarlas, en el mejor de los casos, estériles. Aunque tampoco tenía demasiada importancia, pues su destino, en todo caso, era la cámara de gas.
Ser fascista, por lo tanto, es ser ultranacionalista, antiparlamentario, partidario del colectivo y no del individuo, exaltador de la violencia y de la dominación del diferente, racista y xenófobo. Para ser fascista hay que ser todo eso. Decir de alguien que es fascista, pues, es un insulto muy grave. Decirlo tres veces, tres insultos muy graves.
La confusión, en lo que a nosotros se refiere, comenzó en la República. Cuando en noviembre de 1933 las elecciones dan un vuelco al país y colocan a las derechas en el gobierno, las izquierdas reaccionan aseverando que en España va a pasar como en Austria y en Alemania, es decir que el fascismo va a tomar el poder legalmente pero luego va a quedárselo para siempre. No está claro si el gran líder de la derecha, Gil-Robles, se sentía o no fascista. El mandamás de la CEDA justifica plañideramente en sus memorias (No fue posible la paz) su asistencia a un congreso del NSDAP (el partido de Hitler) y pasa de puntillas por cosas que sabe que dijo en aquel entonces, como que si el Parlamento no entendía su mensaje, sometería al Parlamento (y someter es un verbo lo suficientemente polisémico para que cada uno se crea lo que le dé la gana). Se explaya, claro, en lo que le defiende: una vez que las izquierdas dieron un golpe de Estado revolucionario, y una vez que dicho golpe fue sofocado, el sistema democrático fue conservado, así pues la amenaza de dictadura, según Gil-Robles, nunca existió.
El caso es que ya en el bienio de las derechas comienza a construirse la dicotomía sencilla fascistas-antifascistas. Dicotomía que alcanza su máximo esplendor al estallar la guerra civil, pues en zona republicana todo aquel que está con los golpistas se convierte en un fascista (entonces se decía más fachista) y el bando contrario se convierte en el antifascismo. La ayuda de Hitler y Mussolini a Franco no hizo demasiado por destruir ese tópico, aunque a mí me parece sociológicamente insostenible. A Franco en el 36 le apoyaron grupos sociopolíticos que comienzan en la derecha del Partido Radical y engloban, por lo tanto, al maurismo, las derechas coligadas en la CEDA, elementos católicos, agrarios, monárquicos de muy variada laya y, por supuesto, el requeté y la Falange. En España, en julio del 36, no habría ni 50.000 fascistas, y con 50.000 pollos no se gana una guerra ni aunque venga la Legión Cóndor siete veces.
A ello hay que unir el hecho, quizás más allá de la temática de este post, de que tampoco todas las izquierdas antifascistas lo eran.
El tópico pervivió a la guerra, llevándonos a la dinámica de pensar que el franquismo fue fascista y, por lo tanto, la lucha contra el franquismo fue aquella vieja lucha contra el fascismo. Afortunadamente, la historiografía ha terminado por darse cuenta de que Franco desfascistizó su régimen desde el momento en que vio que Hitler podía perder la guerra, convirtiéndolo en una dictadura militar (porque no hace falta ser fascista para aplastar las libertades de los pueblos; ésta es otra confusión bastante común en el lenguaje actual).
Que Franco fue sinceramente fascista, yo creo que no lo duda ni la fundación que lleva su nombre. Que dejó de serlo y que, ítem más, al principal elemento fascista de su gobierno, su cuñado Serrano Súñer, se lo apioló comme il faut, es igual de cierto. Tras esto, ya digo, no hace falta elevar a Franco a los altares, porque se puede dejar de ser un fascista y seguir siendo un cabronazo. Yo, de hecho, conozco personalmente a muy pocos fascistas, apenas uno o dos. Pero cabronazos, los conozco a puñaos.
Una discusión interesante es, por ejemplo, si Stalin fue fascista. Yo creo que sí. Como lo fue Mao, o Pol Pot. Como ya he dicho, el fascismo no es una ideología ni de derechas ni de izquierdas. Es una forma muy concreta de entender la ideología o, si se prefiere, una tentación totalitaria. Y se puede llegar a experimentar lo mismo cantando Por Dios, por la Patria y el Rey que La Internacional.
Pero lo que ha de quedar meridianamente claro es que cuando alguien opina algo pero te permite discrepar, no es fascista. Cuando alguien no pretende imponer sus criterios mediante el uso de la violencia, no es fascista. Cuando alguien no propugna de todos los ciudadanos debieran supeditar su libertad, sus acciones y su albedrío a una Idea, no es fascista.
Y si no nos damos cuenta de esto, seguiremos usando la palabrita a humo de pajas, y todo lo que conseguiremos es que cada vez signifique más cosas distintas, o sea no signifique ninguna.
Y eso, es decir que la palabra fascista en el fondo no signifique nada, es, exactamente, lo que quieren los fascistas.