Navegar, navega muy bien. Es muy noble y muy seguro. Como es un queche, las velas son muy manejables. Aunque era mucho más sencillo hasta hace dos semanas (cuando rompí con mi chica) porque ella ha navegado toda su vida (vela ligera) y es mucho mejor que yo en todo lo referente a viento. Así que desde entonces salgo con mi hija (cuando viene; menos mal que también es patrona) o con un vecino de pantalán que suele venir mucho a su barco.
Y de maniobras de puerto ni hablo. Sale sin problemas, pero atracar es un puto dolor. Y como soy un puto cabezota, no me gusta depender de un marinero y hay una corriente lateral de la hostia en mi amarre, tengo que abarloarme, amarrar la popa, lanzar un largo por proa, y usarlo para sujetar el barco mientras dejo que el viento me abata hasta quedar perpendicular al pantalán. Sólo entonces puedo cortar el motor y amarrar los muertos, porque si no, la corriente me mete la línea del muerto bajo el barco y se me engancha la hélice.
En fin, la típica acumulación de factores chorras que al final hacen que algo que debería ser sólo un poco estresante, se convierta en pulso con el desastre.
A veces me dan ganas de besar el suelo cuando termino la maniobra.

En otras ocasiones, va todo como una seda y entro como un campeón. Pero eso, hasta el último segundo, nunca se sabe.