A la luz de la luna llena.
Llegó el fin de semana, siempre me gustan estos días, la consumación de la semana, 72 horas en las que has terminado tus quehaceres y puedes vivir tu vida, pasear a altas horas de la noche, drogarte, frecuentar los tugurios locales, follar o dedicarte tiempo a ti mismo.
Ese día me desperté temprano para ir a clase. No dormí nada bien. Amanecí con los ojos pastosos, la boca reseca, y un dolor de cuello.
busqué algo de ropa para ponerme y un par de mitones para resguardar mis manos del frío. Salí a desayunar. Me apreté un trozo de tortilla de patata que sobró de la cena del dia anterior y arranqué para clase.
Las primeras horas las pasé durmiendo, me salté un par para drogarme con un grupo de indeseables al bosque cercano. Nos sentamos en unos troncos apilados entre la maleza.
El colorido tan saturado del bosque y del cielo esclarecido, la compañía de psicotrópicos, el contraste del sol abrigandome la espalda con el frío que golpeaba mi cuello. Tantos factores me creaban una sensación de lo más agradable. Tenía que presentarme en clase, y no iba a hacerlo sereno. Las drogas hicieron su efecto. Entré de nuevo al centro.
El color saturado del bosque se había esfumado al mismo entrar y todo se tornó de un tono gris que atacaba los alicaídos rostros de los entes en las aulas, todos dispuestos de forma ordenada a gusto del docente de turno, obedeciendo, actuando consecuente y responsablemente. Menuda panda de desgraciados.
Me equipé unos audífonos. El profesor explicaba cosas que no me importaban una mierda. Yo escuchaba música y reía. Con cada leve sonrisa que se dibujaba en mi rostro vislumbrada algunos colores. Menuda bazofia de vida le esperaba a esa gente.
Cuando quise darme cuenta las 2 horas restantes habían terminado, sonó “Noche de Setas”, “The Doors”, Algo de Psytrance y un poco de Beatles.
Comí con mi familia y entré a mi dormitorio. Abrí un paquete para mi que estaba en la mesa, era un cuaderno para dibujar. El anterior se había quedado sin páginas. Me desnudé, me tiré a la cama y empecé a masturbarme.
Desperté con la polla en la mano. Ya estaba anocheciendo. Me fuí a la cocina a prepararme algo de cena pero no había mucho donde escoger y acabé comiéndome un par de bocadillos. Más tarde tuve una bronca con mi madre.
Una vez bien entrada la noche salí a pasear con Federico. Llevaba una gabardina negra que nunca le había visto, parecida a la que llevaba yo. Nos detuvimos en una cafetería, el café era ponzoña pero al menos sirvió para estrenar mi nuevo cuaderno de bocetos.
Hice un par de dibujos con manchas de café y nos largamos de ese antro, esperando no volver nunca.
Empezamos a deambular de una calle a otra a la luz de las farolas. El andar agitaba nuestros abrigos. Nuestros pasos resonaban en las calles vacías. Parecía que alguien nos estaba siguiendo. Me di la vuelta pero no había nadie, estábamos completamente solos. Nuestra única compañía eran nuestras propias sombras que se dibujaban en el suelo alargándose y deformándose sin control.
Al final nos alejamos del núcleo de la ciudad, perdiéndonos entre las calles mientras la noche se recrudecía. Queríamos la sensación de sosiego y libertad que nos daba la tranquilidad de las afueras.
Acabamos en un pequeño parque alejado del centro. Era una empedrada plaza exenta de la niebla que solía generarse en aquellas noches. La visión era clara gracias al alumbrado público, luces de color amarillo y blanco bañaban las fachadas y los adoquines del suelo. Los colores del ambiente sintonizaban con el cálido negro del cielo.
Nos sentamos en un banco. Pusimos algo de música. Era rock lento, con guitarras ácidas y sintetizador. No había escuchado mucho ese tipo de música pero era ideal para el momento. Aún tenía regusto a café en la boca. Empezamos a hablar.
El silencio del ambiente era sepulcral, pero complaciente. Una linda rubita llegó y se sentó en un banco, me echaba miraditas de vez en cuando. Apareció un gato de la lejanía. estuvo revoloteando un rato por alrededor. La música seguía sonando. Eché la cabeza para atrás y miré hacia arriba. Las nubes se corrían sobre el cielo con presteza gracias al viento. Era luna llena. Alumbraba bastante. La sensación que sentí en ese momento era indescriptible.
Cuando me incorporé la rubia ya se había ido.
Nos levantamos a caminar cuando nos espabilamos y me eché la música al bolsillo para que nos acompañase. Algún grupito que nos cruzamos se nos quedaba mirando cuando nos veía aparecer de la confusión con nuestras largas gabardinas al unísono del sintetizador.
Al final me despedí de Federico con el saludo romano y nos fuimos a nuestros hogares.