–Apesta –le repito–. Apesta usted a... mierda. –Sigo acariciando al perro, cuyos ojos se abren
mucho y se humedecen de agradecimiento–. ¿Sabe una cosa? Maldita sea, AL., míreme y deje de
llorar como un marica –grito. Mi enfado aumenta, luego se aplaca y cierro los ojos, llevándome la
mano a la nariz para tapármela, luego suspiro–. AL., lo siento. Lo que pasa es que..., no sé. No
tengo nada en común con usted.
– El vagabundo no escucha. Llora con tal fuerza que es incapaz de responder de modo coherente.
Vuelvo a guardarme lentamente el billete en el bolsillo de mi chaqueta Luciano Soprani y dejo de
acariciar al perro con la otra mano, que me meto en el bolsillo. El vagabundo deja de sollozar
bruscamente y se sienta, buscando con la vista el billete de cinco dólares o, supongo, su botella de
Thunderbird. Adelanto la mano y le vuelvo a tocar la cara suavemente, con compasión, y
susurro:
–¿Sabes que eres un jodido perdedor?
Él empieza a asentir, desesperado, y yo saco un largo y delgado cuchillo con hoja de sierra y,
con mucho cuidado para no matarle le hundo aproximadamente un centímetro de la hoja en el ojo
derecho, empujando con el mango y sacándole la retina. .
El vagabundo está demasiado sorprendido para decir nada. Se limita a abrir la boca, aturdido, y
se lleva lentamente una mano sucia y con unos guantes sin dedos a la cara. Le bajo los pantalones
de un tirón y, a la luz dejos faros de un taxi que pasa, distingo sus blandos y negros muslos, con un
sarpullido asqueroso debido a que se mea constantemente con los pantalones puestos. El hedor a
mierda me llega inmediatamente a la cara y, respirando por la boca, me agacho y le apuñalo en el
estómago, sin hundir demasiado el cuchillo, por encima de la densa mata de vello púbico. Esto
parece que le deja un tanto sobrio, e instintivamente trata de protegerse con las manos, mientras el
perro se pone a aullar, de un modo furioso de verdad, pero no me ataca. Sigo dándole puñaladas al
vagabundo, ahora entre los dedos, en el dorso dejas manos. El ojo le cuelga de la cuenca y le oscila
por delante de la cara, y él sigue parpadeando, lo que hace que lo que le queda dentro de la herida
suelte una especie de yema de huevo roja. Le agarro por la cabeza con una mano, se la echo hacia
atrás y con el pulgar y el índice le sujeto el otro ojo, se lo mantengo abierto y meto la punta del
cuchillo en la cuenca, rompiendo primero la membrana protectora, de modo que la cuenca se le
llena de sangre. Luego le corto el globo ocular... y él empieza a gritar cuando le corto la nariz en
dos, lo que hace que la sangre me salpique un poco. También el perro, Gizmo, que parpadea al
caerle la sangre en los ojos. Deslizo rápidamente la hoja por la cara del mendigo, abriéndole el
músculo de encima de la mejilla. Todavía arrodillado, le tiro una moneda de veinticinco centavos a
la cara que brilla debido a la sangre y tiene las dos cuencas vaciadas y llenas de coágulos de sangre,
y lo que queda de sus ojos balanceándosele literalmente por encima de los labios que gritan. Le
susurro tranquilamente:
–Ahí tienes veinticinco centavos. Cómprate un chicle, jodido negro asqueroso.
Luego me vuelvo hacia el perro que ladra, y cuando me levanto se dispone a echárseme encima,
enseñando los dientes, pero le doy un tajo en los huesos de las patas traseras y cae de lado aullando
de dolor, mientras alza las patas delanteras en el aire. No puedo sino echarme a reír y me complazco
en la escena, divertido por el espectáculo. Cuando distingo a un taxi que se acerca, me alejo
lentamente de allí.