Miguel Hernández encarnaba al poeta soldado que desde el estallido de la contienda quiso estar en la primera línea de fuego como un combatiente más y sin mayores privilegios que cualquier miliciano.
Fue en aquellos días de febrero de 1939, con la guerra prácticamente perdida, cuando el poeta oriolano acudió a la sede de la Alianza para recabar información sobre el momento tan delicado al que se enfrentaban. Allí se encontró con los preparativos de una fiesta que María Teresa León había organizado en homenaje a la mujer antifascista. Mucho era lo que Miguel Hernández, como decimos, había callado durante esos tres años de guerra, durante aquellas noches en las que llegaba abatido del frente, agotado de tanto espectáculo sangriento, y trataba de dormir algunas horas con la música de fondo de los bailes de disfraces y las "travesuras y algazaras" con las que sus compañeros libraban su batalla contra la muerte. Las diferencias tenían, pues, que aflorar por algún lado y, en aquella ocasión, la fiesta a la mujer antifascista fue motivo suficiente para que él no siguiera silenciando las evidentes desavenencias entre el poeta del pueblo y los llamados "intelectuales de retaguardia" o de "mono planchado y pistolas de juguete", según palabras de Juan Ramón Jiménez, quien en su libro 'Guerra en España' no se anduvo con tibiezas al escribir, años después, que "los poetas no tenían convencimiento de lo que decían. Eran señoritos, imitadores de guerrilleros, y paseaban sus rifles y sus pistolas de juguete por Madrid, vestidos con monos azules muy planchados. El único poeta, joven entonces, que peleó y escribió en el campo y en la cárcel, fue Miguel Hernández...".
El hecho es que Hernández irrumpió en el edificio de la Alianza y, tras descubrir el ambiente festivo que se respiraba en aquellos salones, los preparativos, los manteles, los alimentos dispuestos en las mesas, no pudo ocultar su indignación ante lo que le pareció un derroche y un alarde de resabio burgués mientras él y otros combatientes seguían jugándose el tipo en las trincheras. No había, además, en aquel palacio mujer antifascista que se pareciera a las campesinas que había visto en los pueblos y en los frentes luchando como hombres, ninguna que le recordara a Rosario Sánchez, la Dinamitera, ni tan siquiera a esas madres, hermanas o esposas que enterraban a diario a hijos, hermanos y compañeros.
Miguel se dirigió entonces visiblemente irritado a Rafael Alberti, con Antonio Aparicio como testigo, y le lanzó la frase:
"Aquí hay mucha puta y mucho hijo de perra". El autor de 'Sobre los ángeles' le instó a repetir esas palabras en voz alta y delante de los otros compañeros de la Alianza. Ante el desafío, el poeta oriolano se aproximó a una pizarra que colgaba de una de las paredes de aquella dependencia y reprodujo la frase con amplios caracteres. Antes de que Miguel abandonara la sede, María Teresa León vio y leyó el insulto, se sintió aludida, pues ella se había encargado personalmente de organizar aquel banquete de homenaje, y se fue en busca de Miguel. La respuesta de la autora de 'Memoria de la melancolía' fue una enérgica bofetada que, al parecer, hizo caer al poeta