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Deitano
«LA MAYOR PERSECUCIÓN RELIGIOSA DE LA HISTORIA»
Un resultado bastante previsible del reparto de armas a las masas fue el estallido de una persecución contra la Iglesia que tomó proporciones gigantescas, superiores a las de la Revolución francesa y, probablemente, a las del Imperio romano. En ella caerían en torno a 7.000 religiosos, incluyendo 13 obispos, más 3.000 laicos católicos por el mero echo de serlo[1], la mitad en sólo los dos primeros meses.
Acompañó a la siega una extrema crueldad. Un anciano coadjutor fue desnudado, martirizado y mutilado, metiéndole en la boca sus partes viriles. A otro le fusilaron poco a poco, apuntando sucesivamente a órganos no vitales. Varios fueron toreados, y a alguno le sacaron los ojos y lo castraron. A un capellán le sacaron un ojo, le cortaron una oreja y la lengua, y le degollaron. A otro le torturaron con agujas saqueras ante su anciana madre. Otro fue atado a un tranvía y arrastrado hasta morir. Once detenidos en una checa fueron golpeados y cortados con mazas, palos y cuchillos, hasta hacerlos pedazos. Bastantes fueron asesinados lentamente, en espectáculos públicos, a hachazos, etc. Un cadáver tenía una cruz incrustada entre los maxilares. A una profesora de la Universidad de Valencia le arrancaron los ojos y le cortaron la lengua para impedirle seguir gritando «viva Cristo Rey». A otra seglar la violaron delante de su hermano, atado a un olivo, y luego mataron a ambos. Casos como éstos, recogidos por el investigador V. Cárcel Ortí en La gran persecución, España, 1936-1939 y referidos a la diócesis de Valencia, se repitieron en las demás regiones, con algunas variantes, como la de las personas arrojadas vivas a fieras del zoo madrileño[2]. Otros muchos eran fusilados en grupos. Cayeron así jóvenes y ancianos y cerca de trescientas monjas de todas las edades, en circunstancias a menudo horripilantes. Varios obispos fueron vejados y apaleados; al de Barbastro le cortaron los testículos[3], y luego, ya agonizante, le arrancaron algún diente de oro.
Con frecuencia se ofrecía a las víctimas salvar la vida a cambio de algún acto o expresión antirreligiosa, como blasfemar, pisar un crucifijo, etc., pero nunca o rara vez tuvieron éxito esas presiones, justificando el conocido verso de Claudel, «… et pas une apostaste» (y ni una apostasía).
Las vejaciones y ensañamiento con las víctimas proseguían muchas veces sobre los cadáveres, los cuales eran golpeados, quemados o tirados por barrancos. En los conventos eran exhumados a menudo ataúdes y esqueletos o cuerpos momificados, y expuestos al ludibrio público. Muchos templos quedaron convertidos en cuadras o almacenes, y los altares en pesebres, y menudearon las ceremonias burlescas, con imitaciones obscenas de misas y destrucción de objetos del culto. En los cementerios solían ser quebradas las cruces y rotas las lápidas con alusiones cristianas.
La persecución se cebó también sobre las cosas, devastando un ingente patrimonio: «tesoros históricos y artísticos de incalculable valor fueron pasto de las llamas: retablos, tapices, cuadros, custodias (…), imágenes sagradas de grandes pintores y escultores como Montañés, Salcillo, Pedro de Mena, Alonso Cano, José María Sert, y otros monumentos insignes de la arquitectura y escultura religiosas quedaron abatidos», señala Cárcel Ortí. Igualmente ardieron «antiquísimas y valiosísimas bibliotecas de conventos, seminarios y catedrales, así como archivos diocesanos y capitulares»[4]. La mera destrucción dio paso al saqueo y la requisa sistemáticos, resultando de ellos la acumulación de grandes tesoros, buena parte de los cuales fue llevada al extranjero por los dirigentes, cuando perdieron la guerra[5].
Tales hechos, abundantemente documentados, muestran el carácter sistemático del exterminio del clero y el arrasamiento de la herencia histórico-religiosa de España. Configuran uno de los rasgos más peculiares y destacables de la guerra, por no decir su veta en cierto modo más profunda e íntima.
Los revolucionarios no ocultaban su satisfacción por los logros alcanzados. En agosto del 36, Andrés Nin, líder del POUM, partido semitrotskista, señalaba: «El problema de la Iglesia (…). Nosotros lo hemos resuelto totalmente, yendo a la raíz: hemos suprimido los sacerdotes, las iglesias y el culto». En marzo del 37, José Díaz, jefe del partido que torturaría y asesinaría a Nin, se congratulaba: «En las provincias que dominamos (…) [hemos] sobrepasado en mucho la obra de los soviets, porque la Iglesia, en España, está hoy aniquilada». Otros anarquistas, socialistas, etc., hablaban con no menor euforia[6].
FUENTE: "Los mitos de la Guerra Civil". Pío Moa.